Un día cualquiera, el protagonista de American Beauty (1999), primer largometraje de Sam Mendes, descubre que está muerto, no lo vemos en la pantalla, pero le escuchamos hablar de cuando estaba vivo. Sabe que mirar atrás no le devuelve la existencia ni el tiempo fugado, aún así, habla de su instante de liberación, para dar su lección vital: hay belleza en la vida, la hay en la existencia misma, aunque parezca muerta, y en las pequeñas cosas que a menudo pasamos por alto, sin pensar que la belleza y la existencia son efímeras. Sus palabras llegan del más allá, uno que podría ser el mismo desde el cual el guionista que flota en la piscina de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) cuenta su historia y la de Norma Desmond. Como aquel, Lester (Kevin Spacey) está muerto, ahora lo sabe y, desde esa serenidad que le genera el ya saberlo, introduce en la pantalla su ironía, su humor negro y su barrio de clase media, su casa unifamiliar y típica, su matrimonio con Carolyn (Annette Bening), su hija Jane (Thora Birch), adolescente y desatendida, y también a sí mismo, de quien viene a decir que su vida era la de un muerto. La monotonía, el distanciamiento matrimonial en los últimos años, la sumisión y el silencio que acalla, sus hombros caídos, el rol pasivo que interpreta a diario, hacen de él una máscara que esconde su apatía, su decepción y malestar. Igual que Carolyn es alguien triste, que actúa y reprime la vida que todavía late en el pasado que asoma en la pantalla.
Lester no es una víctima ni un héroe, tampoco Carolyn, y ninguno son inocentes o culpables, sencillamente son seres atrapados en su amarga e imposta cotidianidad, con la que Lester rompe para convertirse en <<un tío corriente, sin nada que perder>>, que quiere <<tener la menor cantidad posible de responsabilidad>>. Adiós al sueño, a la felicidad fingida y a la familia perfecta, cuya perfección solo asoma en fotografías. Por fin se atreve a mirarse y mirar su matrimonio, en el que ve la insatisfacción y la ausencia de gozo. Tampoco hay liberación en un trabajo que le encadena a la silla y le somete con dinero, pero sí la descubre cuando manda todo a paseo. Se libera, vuelve a ser una especie de adolescente fumeta que se emplea en hamburguesería y sueña con Ángela (Mena Suvari), la Lolita de boquilla y amiga de su hija, y entrenando para tener un buen desnudo. Descubre que todavía desea y anhela ser deseado, como también lo desea Carolyn, que encuentra su satisfacción perdida en la cama que comparte con el rey de las inmobiliarias locales. Lester ha rehuido el enfrentamiento hasta que se lanza a vivir su rebeldía a los cuarenta y dos años, tras veinte de casado y posiblemente, alguno más de noviazgo. Seguramente, Carolyn y él empezaron su noviazgo en el instituto, cuando todo eran promesas de una felicidad que solo es posible en un mundo de fantasía o en una película kitsch. En ese instante juvenil, todo seguía su curso, todo apuntaba hacia la felicidad del sueño o al sueño de la felicidad, pero las hadas no existen y nada funciona a la perfección. Descubrirlo les ha entristecido, silencian su sorpresa y su posterior desilusión. ¿Por qué callaron? ¿Cuántos años en la distancia, siendo autómatas que actúan cara la galería en una relación ya no respira?
El cine, el teatro, la novela e incluso la pintura y la escultura son ejercicios vouyeristicos en los que el público mira cuerpos y vidas de otros, aunque vea reflejos de la propia. Mirando descubre y encuentra comportamientos, ideas, gestos y actuaciones; las ve siendo y no siendo consciente de reconocerlos en sí mismo. En menor o mayor grado, todos actuamos y todos miramos, quizá no como Ricky (Wes Bentley), que dista del cine de Hitchcock y recuerda en ciertos aspectos al protagonista de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1960). El adolescente mira a través de su cámara, lo hace sin prejuicios, lo hace buscando la belleza que no existe en su hogar, donde solo hay la ausencia y el control de un padre (Chris Cooper) que habla desde el extremismo donde se descubre marcial, intolerante, homófobo, ocultando miedos, amargura y su homosexualidad latente. Ese hogar es menos luminoso que el de Lester y Carolyn, que aún intentan dar un paso para escapar de la condena que condena a la madre de Ricky (Allison Janney) a la inexistencia. Inicialmente, el tono escogido por Mendes, a partir del guion de Alan Bell, aligera el peso de la desorientación, del victimismo y del desasosiego que late en American Beauty, una comedia negra que, guiada por la voz de un muerto, se oscurece paso a paso, para que su humor sea al tiempo reflejo de dolor y de desorientación, pero también guarda de cierta esperanza, la de vivir y saber que, mientras se viva, hay posibilidad de encontrar la belleza de la que Ricky le habla a Jane cuando le muestra su grabación de una bolsa que danza con el viento, un instante mágico en un mundo sin hadas ni finales felices.
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