jueves, 13 de mayo de 2021

Locuras de verano (1955)


La preproducción de cualquier film, su posproducción, la logística y las distintas labores de trabajo diario resultan determinantes en el resultado final. Pero aún siendo fundamentales, nada de eso es la película que vemos en la pantalla, lo que propiamente sería cine, para el público, puesto que lo demás queda fuera de las imágenes en movimiento que se suceden en la pantalla para contar historias y transmitir instantes emocionales y sensitivos. El trabajo que hay detrás de cada película de David Lean fue tan colosal como el propio resultado, en mayor medida a partir de sus rodajes internacionales. El control sobre su obra quiso ser el de un coronel empeñado en construir el mejor puente o el de un Lawrence respecto a las tribus del desierto; y su afán de perfección fue el de un artista que pintaba planos, secuencias y momentos cinematográficos que quería y sabía irrepetibles. Sin duda, David Lean fue y es uno de los grandes creadores que ha dado el cine, de resultados artísticos incontestables, y autor de sus películas en el sentido que quiera darse a la palabra, un cineasta cuya capacidad para narrar y para generar emociones fue magistral, como corrobora en menor o mayor medida cualquiera de los títulos que componen su filmografía. También lo fue para naturalizar ambientes y crear sensaciones. Esto se observa en el bullicio y la soledad dentro de la postal viviente que es la Venecia de Locuras de verano (Summetime, 1955); de hecho, cualquier espacio que asoma en el encuadre, salvo la intimidad de la soledad de Jane Hudson (Katharine Hepburn) o los instantes robados al bullicio que comparte con Renato de Rossi (Rossano Brazzi), son coloristas y ruidosos, y se encuentran abarrotados de turistas (extras) que no actúan, o no más que los turistas que puedan encontrarse en la Venecia real o en cualquier centro de turismo industrial y programado. Todos y todo parece encontrarse en su lugar, incluso las palomas, sin forzar su estancia, y su puesto dentro del encuadre, ya que su sitio es ese y su cometido el de formar parte de la turística atmósfera veneciana, captada en todo su color y esplendor por la fotografía de Jack Hildyard. Pero, respecto a lo dicho, el mayor logro de David Lean reside en conseguir que no exista postalismo ni sensiblería dentro de la postal que es en sí mismo ese espacio exterior abarrotado que evidencia la interioridad de Jane, el lugar donde habita su soledad indeseada. El colorido y el bullicio ya asoman en la pantalla durante las pinturas sobre las que se insertan los créditos. Ese instante pictórico anuncia que Jane viaja por Europa y su siguiente parada es Venecia. Su primera imagen real la muestra en el interior del tren que avanza sobre la laguna veneciana. Viaja sola, con su cámara de filmación casera en mano. En ese instante, todavía no se comprende que huye de esa soledad que la acompaña, que sueña compañía y que lleva más ataduras de las que aparenta, puesto que son ataduras mentales.


Lean no tarda en desvelar detalles que definen al emocional personaje interpretado por Katharine Hepburn. Lo hace cuando la estadounidense se encuentra con la señora Fiorini (Isa Miranda), la dueña de la pensión donde se aloja, y esta le comenta que ella no se atrevería a viajar sola. Jane responde que es <<muy independiente. Siempre lo fui>>. Pero esa independencia no la define, lo que la define es la soledad que no la abandona, la fiel compañera de la que pretende desprenderse —insiste a los huéspedes que beban con ella para tener compañía—, pero que parece empeñada en perseguirla. Ella fantasea, quizá la asuma como su última oportunidad de soñar, que el viaje le depare la aventura liberadora y romántica que no ha vivido en su Estados Unidos natal, donde trabaja de secretaria y donde ha ahorrado durante años para poder hacer real el viaje europeo donde encontrará a su príncipe azul, pero no será de sueño ni de cuento de hadas, sino uno de carne y hueso, con su romance agridulce, con sus esperanzas, con sus decepciones y, finalmente con la ilusión de llevarse un recuerdo más real y sincero que la copa de cristal rojo que le indica la entrada al amorío expuesto por Lean en Locuras de verano, un romance que no engaña, sino todo lo contrario. La historia de amor de Jane y Renato es también la del desengaño de la primera, cuando comprende que su idealismo romántico, que ha crecido durante su soledad, no es muy distinto a una postal veneciana o una de las copas de cristal que los Mcllhenny compran al por mayor, quizá para presumir a su regreso al hogar de su estancia veneciana.


El rodaje del amor veneciano de Jane Hudson posibilitó a Lean un nuevo periplo en su carrera, pues le abrió el camino al viaje, la posibilidad de recorrer espacios lejos de Inglaterra donde rodar sus películas, aunque sus temas e intereses humanos continuasen ahí, en la intimidad de sus personajes, algunos tan soñadores y románticos como la protagonista de Locuras de verano. Los primeros minutos del film nos acerca a una estación distante a la de Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), pero también es una puerta de entrada y de salida, un lugar de tránsito entre la esperanza y la imposibilidad de permanencia. Pero si en aquella se trataba de un espacio oscuro que anunciaba la clandestinidad de las brevedades compartidas por los enamorados, de instantes robados a la realidad que deparaban los encuentros efímeros, la estación veneciana se abre a la luz y al color que despiertan los sentidos y la alegría de la protagonista, pero también sus penas cuando se ve sola o, ya enamorada, de su comprensión de que ha llegado el momento de decir adiós al sueño, tras el cual será una mujer distinta a la que llegó en tren junto a su soledad, sus prejuicios puritanos y su fantasía de amor de cuento o postal.



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