El primer largometraje de Suzanne Lindon propone un atractivo recorrido por el primer enamoramiento —se supone que complicado debido a la diferencia de edad entre los enamorados— y por las distintas sensaciones de la protagonista, interpretada por la propia realizadora, entre ellas la del aburrimiento que le produce el entorno adolescente al que por sus dieciséis años pertenece. Ya en la presentación de Suzanne, su personaje, la muestra diferente al resto, quizá como se ve a sí misma o se vio en esa época de instituto. Se encuentra en una cafetería, tomando su limonada con granadina, rodeada de un grupo de amigos o compañeros de clase. La cámara, primeros planos y los primerísimos primeros planos de su rostro y de sus manos, de su juego con la gota sobre el mantel, la música que suena, su propia actitud, la aíslan del resto de adolescentes. Lo hace como queriendo remarcar las diferencias y las distancias, introduciendo su aburrimiento y desconexión con lo que se habla a su alrededor, así como una especie de áurea especial que la hace tan única como se sienten la mayoría de adolescentes, aunque ella crea que es única y especial por sus sensaciones, por la madurez que se atribuye y porque es su historia —aunque no la cuente como narradora. Lee a Boris Vian y tiene en su habitación un póster de À nos amours/Suzanne (Maurice Pialat, 1983), y otro de Bambi —que se ve a través del espejo—, lo que delata un periodo de cambio que no solo apunta que pueda gustarle el film de Pialat, sino su simpatía por la protagonista, una joven casi de su edad, y el gusto por sí misma. Desde ese instate inicial sabemos que Lindon quiere a Suzanne, su alter ego, aunque más que quererla la idolatra porque ella es su heroína. Esto no quiere decir que Seize Printemps (2020) sea un film narcisista, aunque lo sea, pero, en menor o mayor medida, ¿quién no es narcisista? Nada más lejos de la realidad, pues se trata de un film sensible o, mejor dicho, sobre la sensibilidad de la joven protagonista ante su idealización del amor y ante su sensación de no encajar dentro del mundo adolescente al que por edad e instintos pertenece, pero no por gustos e inquietudes.
Una de las ideas de la adolescencia es que cada adolescente (también vale para los adultos) se cree más maduro, soñador y especial que los demás. ¿Lo son? Por supuesto, para cada uno. Y para la responsable de Seize Printemps, eso parece, en su sensible recreación de un momento especial en la vida de su personaje: la idealización del amor, puesto que se enamora del ideal que atribuye a Raphaël (Arnaud Valois), un actor de treinta y cinco años a quien no conoce, pero a quien ve cada mañana desayunando en una cafetería cercana. La historia de esta lolita inocente es una entre tantas historias que despiertan a la vida, al amor, a descubrir su lugar cuando todavía queda recorrido para tropezar y encontrar otros lugares. Pero es la historia de ese instante que no vuelve a repetirse, ninguno vuelve a hacerlo, uno de comunión entre dos personas que, a pesar de la diferencia de edad, no sienten distancias. Para ella es un primer amor, para él, lo ignoramos. Como también ignoramos qué le lleva a estar siempre solo, aunque no importa porque no es su fantasía, es la de Suzanne, por eso la primera escena en la que comparten música y realizan los mismos gestos rítmicos, con los ojos cerrados, resulta parte de su fantasía, la de la chica. Es su forma de hacer el amor, de establece contacto más allá de las palabras y de la unión de dos cuerpos físicos que no se tocan, aunque tanto este instante como la segunda vez que se aman musicalmente no desbordan veracidad emocional.
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