miércoles, 16 de noviembre de 2022

Aristocles y otros viejos rockeros


Como la de cualquier mortal, la visión de los filósofos es limitada y parcial. Se encuentra condicionada por diversos factores: su época y su pasado, sus influencias y creencias, su padecimiento, sus rivalidades, su miopía, su conocimiento, sus teorías, sus fantasías, en definitiva, por su humanidad, de la que no pueden desprenderse. ¿Quién puede decir que Platón logró desprenderse de su cuerpo y pudo flotar su alma en el mundo de las ideas para pensar su filosofía? Ni él mismo diría tal, porque también era consciente de que el cuerpo lo determina y lo encadena a ser “aquí y ahora”; otra cosa es que creyese en la inmortalidad del alma, en una existencia extraterrenal y extracorpórea, igual que antes que él creyeron los órficos y aún hoy otros creyentes así lo asumen. Pero la creencia entra dentro del deseo y de la mística. Por otra parte, es obvio que no es lo mismo hacer filosofía en la Atenas clásica que en la Europa del pasional Jean-Jacques Rousseau, en los Estados Unidos del más tranquilo John Dewey, en la Francia de los existencialistas Camus y Sartre ni en el futuro de filósofos y de países todavía inexistentes; ni hablar de las distintas formas de gobierno, de la existencia de Dios, del conocimiento, de la ética, de la moral, del alma, de la inmortalidad, de la virtud, de la justicia, de la libertad o de la condición humana sin que antes lo hubieran hecho otros. Se llaman pasos. Se llama evolución e involución, influencias y descartes con minúscula, se llama como vosotros queráis y según quien lo valore se pueden dar ambos casos al mismo tiempo. También es indudable que la Filosofía occidental nace en las ciudades estado griegas, dicen que con Tales de Mileto, que los pitagóricos y los atomistas fueron pioneros, que el VI a. C. fue el siglo de las luces de la Antigüedad —nacen en Grecia las matemáticas, la filosofía y las ciencias—; y posteriores como Sócrates, Platón o Aristóteles, el último de los clásicos, fueron las estrellas mediáticas previo el helenismo. Hoy, con mayor asiduidad que los Heráclito, Parménides, Empédocles o Anaxágoras, los tres cerebros arriba señalados son los nombres que acuden a la mente de la mayoría cuando se nos pregunta por los filósofos de entonces. La mayoría de aquellos viejos rockeros tienen en común que no cantaban rock, pero componían a su gusto y crearon sus sistemas a partir de las conclusiones que daban por hecho y no de pasos que llevaban a las conclusiones. Su música les gustaba, se escuchaban y les escuchaban. Algunos iban con ella a otra parte, otros se rechazaban y los había que se apoyaban en lo dicho por otros distintos. Se imitaban, se contradecían, cantaban a coro, se celaban e incluso podían llegar a copiarse con ligeras variaciones conceptuales, pero lo bueno no es si estaban o no en lo cierto, sino que invitaban a pensar y se ponían a pensar: le dedicaban tiempo a cuestionar su mundo interior y exterior y a encontrar respuestas.

Por ejemplo, ya en la Edad Media, con Aristóteles recuperado de su silencio alto medieval en occidente —en el Imperio Bizantino mantuvo su fama—, las vías tomistas para demostrar la existencia de Dios nacen de una conclusión ya tomada por el aristotélico Tomás de Aquino antes de plantearlas y “demostrar” su fin. Esto le condiciona, el muy santo busca con las palabras el poder demostrar lo que él da por hecho y su época también. En realidad, nada demuestra. Ni a favor ni en contra, pues lo expuesto sigue siendo creencia. Otros lo intentaron a su manera, cayendo en el mismo error: que no demostraban más que su deseo de la existencia de alguien supremo. Pero volviendo a Sócrates, este no dejó nada escrito, quizá, al solo saber nada, no supiese escribir. Pero conocemos su leyenda gracias a sus discípulos Jenofonte y Platón, de cuyo verdadero nombre nadie quiere acordarse, le pasa como aquel lugar de La Mancha donde vivía uno de los idealistas enajenados más caballerosos de todos los sueños literarios habidos y por haber. En Platón, cuya originalidad ya la apunta el ser un pionero en el “seudónimo para la Historia” —muchos siglos antes que Stendhal, Georges Sands, Fernán Caballero o Mark Twain—, hay muchos rostros que forman el filósofo que escapa de la realidad para buscar la propia y darse respuestas que lo contenten. Para ello, descarta los sentidos e idea el sistema filosófico de un idealista, iluso y autoritario, poeta, soñador y místico que en “La República” posiciona a la sabiduría y a los sabios por encima del resto de los mortales. Pero ¿quién elige a los sabios o quién determina su sabiduría? Más aún, ¿cómo saber si es válido el saber del que presumen, sobre todo cuando ironizan un “solo sé que no se nada” para echarte en cara lo mucho que saben? Cualquier teoría de Platón se basa en su infalibilidad como pensador, en su moral, en la búsqueda de su verdad y en su misticismo (obviamente era un pensador que creía en una vida allende la terrenal), y para ello se justifica en diálogos que ya tienen solución y respuestas antes de producirse. Es un conocimiento alterado y adulterado al gusto platónico. No se puede rebatir, por lo tanto, no hay diálogo. Hay una exposición de las ideas que él considera correctas y, para fortalecer su verdad, acude a su Sócrates, su escudo y su lanza, quizá un Sócrates distinto o igual al que fue su maestro. En “Fedón”, el sabio de la cicuta dialoga con Cebes sobre la inmortalidad del alma que, según Platón, existe antes (preexistencia) y después del cuerpo (un después que será diferente para el virtuoso y el malvado).

<<Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente?

El alma.

¿Es siempre así?

¿Cómo podría no serlo?, dijo Cebes.

¿Lleva el alma, pues, consigo, la vida a todas partes donde penetra?

Seguramente.

¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?

Sí; hay algo.

¿Qué?

La muerte.

El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios.

La consecuencia no puede ser más segura, dijo Cebes.

¿Y cómo llamamos a lo que jamás admite la idea de lo par?

Lo impar.

¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia y el orden?

La injusticia y el desorden.

Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo llamamos?

Lo inmortal.

¿El alma admite la muerte?

No.

¿El alma es, pues, inmortal?

Inmortal.

¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que todavía le falta algo a la demostración?

Está suficientemente demostrado, Sócrates.>>

Condicionado por los avances científicos y por otras distancias, mis respuestas y mi conclusión no habrían sido las de Cebes —me parece una demostración insuficiente—, pero eso forma parte de otro diálogo, más íntimo y quizá igual de tendencioso. A pesar de lo dicho, no cabe la menor duda de la importancia vital de Platón en la Filosofía, en la Historia y en el devenir de la Humanidad; su importancia es máxima, pero, al igual que el resto de los filósofos indispensables de la Historia, su filosofía es un paso más en la búsqueda del conocimiento de nosotros mismos y del orden que de algún modo nos afecta. Platón fue grande, y ancha su espalda, se tomaba su tiempo y se daba respuestas. Hoy, aun siendo la misma realidad física, el tiempo parece acelerarse, lo que conlleva el riesgo de que las preguntas se nos escapen antes de poder hacerlas.



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