miércoles, 2 de noviembre de 2022

Celos a la italiana (1964)


Si alguien echa un vistazo a lo mejor de la comedia a la italiana, en muchos títulos encontrará entre sus guionistas los nombres de Ettore Scola y Ruggero Maccari. Ese alguien podría concluir que ambos fueron fundamentales en su desarrollo, y acertaría. Una de esas grandes comedias en las que ambos participaron es Celos a la italiana (Il magnifico cornuto, 1964) —que encuentra su inspiración en la obra teatral Le cocu magnifique, de Fernand Crommelynck, ya adaptada a la pantalla en 1947 por E. G. de Meyst—, cuyo título original se enorgullece con alegría festiva de la cornamenta que sirve de excusa para que Antonio Pietrangeli satirice y radiografíe la psicología masculina, la infidelidad, la hipocresía, las apariencias, la desconfianza y la violencia psicológica a la que es sometida la protagonista, víctima de los celos que precipitan el desequilibrio en su marido. Protagonizada por dos monstruos de la pantalla italiana, Claudia Cardinale y Ugo Tognazzi, “El magnífico cornudo” posee el innegable encanto de la comedia italiana de finales de la década de 1950 y la de 1960.



La mezcla de ironía y sátira con la amarga realidad que da pie a la broma son señas de identidad de un film desenfadado en el que Pietrangeli narra el infierno psicológico en el que cae un hombre feliz, casado, orgulloso de sí, de su triunfo personal, de la hermosura de su mujer, de quien nunca ha sospechado infidelidad alguna, hasta que empieza a hacerlo sin que ella le dé el menor motivo. Su sospecha nace de su propia experiencia: cuando la engaña con otra y su mente empieza a pensar la facilidad con la que Cristiana (Michèle Girardon), con quien se ha acostado, engaña a su marido. La sospecha se apodera de él, pero lo curioso, y él mismo así lo reconoce cuando piensa que <<esto es el colmo. Engaño a mi mujer, y soy yo quien sospecha de ella>>. Esa es la realidad y la incongruencia en la que cae, la que le genera el conflicto que le acerca al estado de inquietud y de constante sospecha que le merma, le supera y le lleva a imaginarse a su mujer engañándole con el concejal de urbanismo (Gian María Volonté), Gabriele (Paul Guers) o el jardinero.



—Cuando se quiere a alguien, siempre hay celos —le dice Maria Gracia a Andrea, antes de decirle que se fía ciegamente de él y preguntarle: ¿Y tú? ¿Te fías ciegamente de Maria Grazia?


—Claro —miente el marido, pues no tardamos en escuchar su pensamiento: <<pues no, no me fio>>.



Indiferente al sexo que los sienta, los celos nacen inconscientes, reflejo de inseguridad y duda sobre ideas heredadas y asumidas de posesión y pertenencia, por lo demás son inexplicables, al menos para quien los siente y se deja controlar por ellos hasta un extremo que Pietrangeli satiriza para remarcar la irracionalidad del celoso, su creciente estado de excitación y duda, sus arrebatos de locura, sus acusaciones, pero también el aspecto social de la infidelidad: el qué dirán y el qué dicen, dando rienda suelta a la mezquindad que los asiduos de la pareja han mantenido oculta. Andrea, culpable de infidelidad, grita y acusa de su culpa a Maria Grazia; y aunque la exige, no quiere la verdad. Quiere escuchar su verdad, la que el ya ha decidido y da por hecho: que ella lo engaña. En ese instante, lleva al límite su paranoia y en su tortura provoca la que sufre Maria Grazia, cuya única culpa es estar casada con él. Sus celos matan el amor y consigue lo que teme y así es feliz.




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