martes, 15 de noviembre de 2022

Vincent y Theo (1990)


Si el precio del arte fuese justo —y aquí se presentaría la cuestión ¿quién establecería los varemos de dicha justicia?—, muchos de los que se han enriquecido serían pobres y los artistas pobres serían ricos o, al menos, no tendrían que mendigar por un techo y un pedazo de pan. En realidad, lo justo sería que el arte no tuviese precio y que el artista pudiese expresar su arte —que vendría a ser su forma personal de interpretar, racional e irracional, su relación con el mundo y consigo mismo—, que nace de las necesidades de la dualidad persona artista de expresar sentimientos, emociones, miedos, y de acercarse a los demás; pero de ser así, en un entorno en extremo mercantil, donde las ventas mandan y a todo se pone precio, entonces los creadores se morirían de hambre o necesitarían mecenas, lo que supondría estar sujetos a sus caprichos y a su humor. Pero el mecenas de Vincent (Tim Roth) es su hermano Theo (Paul Rhys), cuyo protagonismo se iguala al del pintor en la película de Robert Altman, inicialmente rodada para la televisión en formato de miniserie de cuatro episodios. Esto ya lo deja claro el título elegido por el cineasta estadounidense, Vincent y Theo (Vincent & Theo, 1990), como también deja clara la diferencia entre el negocio del arte y el artista. Altman abre su film en Christies London, en el instante durante el cual se subasta el cuadro “Los girasoles” por una cifra astronómica. En ese momento, Altman aprovecha para combinar esas imágenes (la voz del subastador) con las que nos descubren a los dos hermanos en la cuarto de Vincent en el pueblo minero donde este había ido a predicar. Pero ahí ya es el artista, el que decide dedicarse a la pintura. Más que eso, decide convertirla en su religión, en su obsesión. Pintar es principio y fin en Vincent, obsesivo, compulsivo, destructivo y creador. Es su vida y vive para pintar; mientras, Theo se descubre en la contradicción del negocio del arte, un negocio del que Altman (en su caso, el cine comercial) siempre intento alejarse, priorizando su independencia a riesgo de caer en el ostracismo. El menor de los hermanos Van Gogh es marchante y vende cuadros, pero le frustra que se vendan los que no le gustan y que no se vendan los que le gusta (y que considera buenos), entre ellos los de su hermano, el autor de esos “girasoles” subastados en la londinense Christie.




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