Plácido (1961)
Su capacidad de generar complicidad, risa, sonrojo, vergüenza, ajena y propia, incluso la reflexión sobre nosotros mismos como parte de un colectivo que, en su afán de esconder su imperfección y su mezquindad, se escuda en la falsa respetabilidad y la inexistente solidaridad que Luis García Berlanga caricaturiza festivo se suman a los demás tangibles e intangibles que hacen de Plácido (1961) una de las grandes sátiras rodadas aquí, allí o en cualquier otro lugar. Los numerosos e inolvidables personajes de esta comedia coral y las situaciones expuestas desde la ironía y el esperpento, que ya asoma en los títulos de crédito y su acompañamiento musical, hasta llegar al villancico final, <<...porque en esta tierra ya no hay caridad, ni nunca la ha habido ni nunca la habrá>>, provocan que la sátira social ya presente en anteriores títulos del cineasta valenciano, caso de las excelentes ¡Bienvenido Mister Marshall! (1952) o Los jueves, milagro (1957), alcance mayor perfección en sus colaboraciones con el guionista Rafael Azcona, sobre todo en Plácido y El verdugo (1963). A partir de su trabajo en común, las películas de Berlanga mejoran su estructura narrativa al tiempo que agudizan el humor negro, a veces cruel y siempre divertido, con el que pretendía ofrecer una visión humana, entre patética y tierna, del individuo que lucha por sobrevivir a los intereses y tejemanejes de la sociedad y del sistema —algo o muy kafkiano— que le impiden realizarse como tal.
A pesar de que ya habían coincidido en el guión de Se vende un tranvía (Juan Estelrich, 1959), cortometraje que iba a formar parte de una serie que finalmente no se produjo, se puede considerar a Plácido como el inicio de una de las asociaciones creativas más fructíferas del cine español (once largometrajes), una asociación que no tardaría en volver a brillar, quizá con mayor intensidad, en El verdugo, otra magistral muestra de su acidez corrosiva y de su buena predisposición para sacar los colores a más de un adepto al régimen que tildaba al realizador de marioneta de los comunistas y, "lo que sería peor", de mal español ("imperfecciones" que le granjearon contratiempos con la censura y la prohibición de proyectos que nunca vieron la luz). Pero empecemos por el principio...
Llega la Noche Buena, y con ella los festejos, los buenos sentimientos y la generosidad de compartir la mesa con quienes no gozan de la fortuna de los organizadores de “Un pobre en vuestra mesa”, una campaña solidaria que redunda en beneficio de la imagen de los buenos cristianos y cristianas que la dirigen, y de cuantos se dignan a participar en ella. Los responsables de este evento sin parangón avivan el espíritu navideño de las familias de clase media para que muestren en público su gran corazón e inviten a un mendigo, o a un anciano del asilo, a pasar la festividad en su compañía, en el calor de un hogar confortable, respetable, solidario y, en algún caso señalado, mediático. Pero antes de la hora de la cena, por las calles del pueblo se deja escuchar la voz de Quintanilla (José Luis López Vázquez) a través de los altavoces del motocarro más famoso de la cinematográfica española, porque el hijo de Quintanilla, el de la serrería, se desvive para que este proyecto, altruista como ninguno, sea un éxito, aunque esto signifique dar largas a Plácido (Cassen), el honrado transportista y padre de familia que debe abonar la primera letra de pago de su vehículo, cuyo vencimiento se hará efectivo durante esa misma festividad de amor fraternal y de júbilo mal repartido. Como consecuencia, esta víctima de la bondad humana y de la burocracia se ve envuelto en una serie de situaciones, a cada cual más patética y grotesca, antes de poder reunir y hacer efectiva la cantidad que evitaría la confiscación de su sustento. Con este punto de arranque, Plácido se disfruta como una comedia coral, incómoda para quienes se vieron reflejados en ella, ya que posee una intención crítica clara y un humor negro que apunta hacia una clase aburguesada y acomodada que sustenta sus valores en la imagen externa que origina la celebración de un evento que sirve para que sus participantes laven sus conciencias y puedan sentirse generosos. Esa localidad sin nombre, que podría ser cualquiera, se encuentra habitada por nobles corazones que asumen su buena acción del año, no porque lo deseen, sino porque es Navidad y su vecino también lo hace. A pesar de lo exagerado que pueda parecer el argumento, este no deja de ser el reflejo esperpéntico de la campaña real, "Siente a cenar a un pobre a su mesa", que inspiró a Luis G. Berlanga para realizar la película. Sin embargo, tras la supuesta solidaridad del proyecto, se esconde el patetismo de unos personajes que se desviven por mostrar su "perfección" moral y cristiana, perfección que conlleva la falsa caridad sobre la que se ironiza, porque ni a los Galán ni a los Quintanilla de turno les importan las circunstancias que afectan a sus pobres o a familias que, como la de Plácido, a duras penas sobreviven a la carestía que se descubre dentro del entorno expuesto por Berlanga, un espacio donde prima la insolidaridad y donde no se duda a la hora de sacrificar aspectos más importantes que la imagen deseada, con tal de que esta sea envidiada. De tal manera, algunos gastan toda su paga en la subasta de las estrellas cinematográficas, porque el jefe observa, mientras otros obligan a un moribundo a contraer matrimonio, porque en una sociedad católica y civilizada no se puede consentir que ni un mendigo muera en pecado, lo de menos sería que el pobre sufra una angina de pecho. Lo que en realidad importa a los habitantes de la vivienda es que el desgraciado no fallezca en falta, menos aún, en el interior de una casa respetable, pues ¿qué dirían los vecinos? Para dar mayor relevancia al acto solidario, la organización ha pensado en todo, por eso no pueden faltar las estrellas de celuloide (que no son más que extras), los patrocinadores o los medios de comunicación, radio y prensa, que ofrecen una visión irreal, ajena a cuanto sucede, tergiversando los acontecimientos en beneficio de hombres y mujeres de bien que se juzgan por encima de aquellos a quienes brindan sus atenciones y su mesa durante unas cuantas horas, sin que en ningún momento se planteen qué papel juegan en la acentuada diferencia social o cómo esta podría atenuarse.
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