jueves, 29 de febrero de 2024

Crónica de un niño solo (1965)


El primer largometraje de Leonardo Favio, se lo dedicó a su “maestro” Leopoldo Torre-Nilsson, quien le había dirigido en El secuestrador (1958), Fin de fiesta (1960) o La mano en la trampa (1961), llevaba a otro nivel la figura infantil solitaria. En cierta medida, la de ser un marginal, era similar a la ya expuesta en su cortometraje El amigo (1960), pero Potín (Diego Puente), el protagonista de Crónica de un niño solo (1965), carece de la opción de soñar para escapar del entorno. La suya ha de ser una huida real, en el mundo físico, de la celda del centro donde le han encerrado. Su fuga del colegio, orfanato-reformatorio, y su posterior deambular, así como su encierro previo entre los muros del centro, son detallados con precisión, sin alardes, haciendo gala de un <<ascetismo cruel>> e influenciada por el Bresson de Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956) y Pickpocket (1959). En un primer momento Favio, quien también fue coguionista junto con su hermano Jorge Zuhair Jury, se centra en la descripción del correccional y de sus ocupantes: los niños y sus profesores-carceleros, en quienes se observa la rigidez del mando y la facilidad con la que emplean los castigos como medio de sometimiento y vejación. En todo caso, sus métodos no educan, ni integran ni ofrecen posibilidad de comunicación entre el mundo y los jóvenes. No les interesa, lo que parece importar es mantenerlos aislados y a raya. El encierro de Potín en la celda no deja de corroborar esa sensación de <<cerrar la puerta y tirar la llave>>. Pero el niño, ante la falta de atención de los carceleros a sus llamadas (siente la apremiante necesidad de ir al servicio), decide salir por su cuenta. Así le vemos sacando la mano por los barrotes, intentando alcanzar el pestillo; es un intento estéril, pero no se da por vencido. En ese instante de aparente imposibilidad agudiza su capacidad para superar obstáculos y emplea su cinturón para alcanzar su meta y salir a la calle donde la libertad no resulta idílica, sino una realidad que también le golpea en la cara y a la que tendrá que sobrevivir. En ese entorno se hermana con “los muchachos del arrollo” de Pasolini y con Los olvidados (1950) de Buñuel, pero con el Antoine de Truffaut, pues este siente simpatía y admiración por su personaje, lo cual lo convierte en héroe a sus ojos y a los del público, mientras Fabio se preocupa por su muchacho, siente compasión e interés por él, pero no pretende condicionar las simpatías del espectador…



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