martes, 6 de febrero de 2024

El cuaderno negro (2018)


Una historia forzada para introducir el (melo)drama de Laura, su protagonista y narradora, una institutriz que resulta ser la hija de una princesa caída en desgracia, pero ella nada sabia de eso. La conoció cuando su madre ya era lavandera y había cambiado de nombre. El motivo se lo cuenta el cardenal Fabrizio Rufo, quien también le confiesa que él es su padre. Así, a mitad de El cuaderno negro (Le cahier noir, 2018), Valeria Sarmiento desvela uno de los dos secretos de su película, una coproducción franco-portuguesa a cargo de Paulo Branco, cuya trayectoria profesional deambula entre su Portugal natal y Francia. A esas alturas de metraje, la historia parece que ya no da más de sí. Ni siquiera interesa ya el segundo misterio, que está relacionado con Sebastian, el niño que Laura ha cuidado los últimos seis años, desde que el pequeño era prácticamente bebé y fue entregado al conde que muere envenenado al inicio del film. En ese instante, justo antes de fallecer, el aristócrata confiaba a su amigo Leopold, marqués, el cuidado del joven, cuyo origen es un secreto que Laura también desconoce. La trama de El cuaderno negro se ambienta entre Roma y París del siglo XVIII, en espacios lujosos y con personajes elegantes, refinados y cultos, incluso los que prestan servicio, como sería el caso de la protagonista, de modales exquisitos e igual de elegante que Suzanne de Monfort, la mujer que se casa con el marqués, el hombre de quien Laura se había enamorado y con quien había mantenido una relación carnal y pasional antes de la aparición de la aristócrata. En fin, la producción se viste de lujo para hablar de esa joven que pasa de servir a ser servida, de no poder cuidar a Sebastian, porque cae enferma de desamor, a luchar por recuperarlo mientras el misterio que rodea al niño y que implica distintas venganzas continúa aguardando a ser aclarado, pero nada de lo expuesto genera interés (al menos, en mi caso) por una película que avanza en el tiempo, incluye a Napoleón durante su campaña en Italia, quizá para puntualizar su ubicación histórica o puede que la realizadora piense que tal figura le dé prestigio al asunto, y resulta pretenciosa en su imagen, e insípida en su mirar y su decir. Tanto formalismo y formalidad aburren y su forzar coincidencias resulta ridículo y corrobora que es la época de guardar las formas y ser conformista en el discurso…



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