viernes, 2 de febrero de 2024

Rosita, la cantante callejera (1923)


Su imagen infantil y angelical, de niña inocente e ingenua, menuda y con bucles en el cabello, le había llevado a lo más alto del firmamento del celuloide, pero también la había encasillado. Para poder avanzar en su carrera, pues el paso de los años no perdona ni a las “novias de america”, Mary Pickford buscaba un cambio de imagen que le abriese nuevas posibilidades dramáticas para seguir luciendo. Así que decidió traerse a Ernst Lubitsch a Hollywood para que lo hiciese posible. Por entonces, 1922, el berlinés ya era un cineasta reconocido a nivel internacional y un director estrella en su país, pero no por las comedias que le convertirían en una de las grandes leyendas del cine. Lo suyo venía siendo dramas históricos tal Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920) o ambientados en la Historia como Madame Du Barry (1919), o joyas inclasificables como El gato montés (Die bergkatze, 1921). Más o menos eso era lo que Pickford se esperaba de su asociación con Lubitsch; esperaba un cineasta elegante, con mucha clase y con una capacidad cinematográfica proporcional a su talento narrativo, alguien que le proporcionase un gran éxito popular y económico —no en vano era su propia productora, al frente de la Mary Pickford Productions—, pero también uno artístico que la alejase definitivamente de la imagen infantil aplaudida y exigida por su legión de fans. El resultado fue Rosita, la cantante callejera (Rosita, 1923), la primera película estadounidense del alemán a quien Samuel Goldwyn había pensado llevarse a Hollywood antes de que le echasen de la compañía Goldwyn que había creado tras su desencuentro con Adolph Zukor en Famous Player-Lasky Features.


La historia de Rosita se ambienta en el siglo XVII en España y convierte a la heroína en el objeto de deseo del rey (Holbrook Binn), un hombre que se guía por sus apetencias y acostumbrado a salirse con la suya, pues ya decía el Luis XVI de Mel Brooks en La loca historia del mundo (History of the World: Part I, 1981) aquello de <<¡qué bueno es ser rey!>> Claro que en ese momento ignoraba que, literalmente, iba a perder la cabeza. Rosita la pierde de otro modo, pues se enamora del capitán don Diego de Bazán (George Walsh), un hidalgo condenado a muerte por matar en duelo a espada a su oponente, que iba a arrestar a la protagonista por cantar una burla real. El monarca usa a don Diego para obtener lo que busca: Rosita. Así que le propone el perdón a cambio de casarse con una mujer que permanecerá en el anonimato. El oficial acepta. El monarca lo casa con la cantante callejera para regalarle a esta la nobleza que exige la madre; al tiempo que él se reserva la posibilidad de tenerla más cerca cuando enviude —situación que pretende apurar—. Pero la película funciona a medias, hay dosis de picardía del berlinés, pero la propuesta no hace honor al “toque” Lubitsch ni al ritmo más sencillo y dinámico de los films de Pickford. Depara irregularidad: a los espléndidos decorados cortesanos y sevillanos —la película ubica en Sevilla el hogar de Rosita y la fiesta de carnaval* durante la cual se produce su encuentro con el rey— y otros detalles visuales se opone un ritmo que deviene en cansino. Mas Rosita, la cantante callejera cumple otra función, la de ser el film puente que permite a Lubitsch ir de su etapa alemana a la hollywoodiense en la que brilló con ironía, elegancia, humor y esplendor. Pero para Pickford fue un fracaso económico que le costó mucho dinero y una decepción, como parece apuntar que prohibiese su proyección durante años…


*En España, los carnavales más famosos son los de Cadiz y Santa Cruz de Tenerife. Los gaditanos tienen influencia genovesa y su origen puede situarse en el siglo XV, hay quien apunta que en el XVI, pero en la película de Lubitsch se hace referencia a los de Sevilla, haciendo de las calles de esta ciudad una fiesta callejera y carnal de las más grandes que puedan darse en el país —o así lo asume el religioso que insiste al monarca para que acuda allí y ponga fin a semejante jolgorio—. Lo lógico hubiera sido situar la acción en Cádiz, pero quizá Sevilla les sonaba mejor o puede que la explicación se encuentre en la lectura (por parte de alguno de los responsables) del libro de Pierre Louys La mujer y el pelele, en el que se nombra el carnaval sevillano, una fiesta de origen milenario y pagano que nunca ha llegado a cuajar en la ciudad. En todo caso, esto queda en lo anecdótico, pues el cine es cine y al público que acudía a las salas de proyección a ver a Mary Pickford poco le importaba que el carnaval fuese en Sevilla, Cádiz, Verín, Río o el Mar de la tranquilidad…

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