lunes, 19 de febrero de 2024

Roma (2018)


Igual que hay mucho cine palomitero que corre y vuela por la superficialidad indisimulada, también hay mucho cine que mal disimula su acomodamiento y su afán de transcender pretendiendo pasar por arriesgado, personal, emotivo y diferente lo que acaba por resultar común, desmotivado o reiterativo, cuando no un tanto pedante; o algo así como expresar lo sencillo de modo pomposo que simule más de lo que es. En todo caso, dudo que uno y otro aporten novedad alguna. Generan la sensación de que solo insisten en querer ser lo que no logran ser. Existe en estas propuestas cierta tendencia a tentar al espectador con promesas de respetar su inteligencia y su sensibilidad y dejarle cierta libertad de pensamiento. Pero la mayoría de las películas resultantes incumplen lo prometido a la primera oportunidad que se les presenta. Prefieren adornar y largar su perorata, dando igual que la palabra se silencie o se enfatice, que el tono sea pausado y el ritmo lacónico. Sus imágenes hablan de más; resultan excesivamente chillonas y pesadas en su intención de vender su producto y condicionar emociones. Quieren decirlo todo o pasar por reflexivas y poéticas, pero no dejan espacio para la poesía ni para interpretar con mayor libertad las situaciones y las emociones que representan. Caen en la verborrea visual y emocional e insisten una y otra vez alargando su decir, que suele ser algo simple que se adorna y en lo que se insiste en la práctica totalidad de sus respectivos metrajes. Entonces ¿por qué redundar en lo que ha de ser fluido? No plantean preguntas, no se cuestionan ni cuestionan. Afirman una y otra vez, pero carecen de sutileza en sus enunciados. Algunas, como Roma (Alfonso Cuarón, 2018) lucen fotografía en blanco y negro; otras, como Sin novedad en el frente (Im westen nichts neues, Edward Berger, 2022) o La sociedad de la nieve (J. A. Bayona, 2023) emplean el color de tonos “sucios” o pristinos; mas en los tres casos se usa la fotografía (y otros elemenetos narrativos) para llamar la atención más que como un recurso que permita establecer una vía de diálogo con el público. Quizá sea errónea, pero esta sensación me asalta en estas y otras producciones de “prestigio”, y me lleva a pensar que uno de los grandes logros del arte en general y del cine en particular, al ser el medio artístico más popular, es el diálogo que establece con los diferentes particulares, provocando que estos reaccionen de forma natural ante una misma película, y que dichas reacciones nazcan de interpretaciones distintas, según la intimidad y la subjetividad de quienes la interpreten, entre otras cuestiones que, aunque no se digan, ahí están y, según el caso, cualquiera podría adivinar.


En esto, Roma no parece diferente a la mayoría de películas, pero no cabe duda de que existe una intención creativa, también una discursiva por parte de Cuarón, quien, dirección aparte, asume otras responsabilidades en el film: guión, fotografía, montaje, producción. Lo bueno y lo malo del film, lo significante y su opuesto, son responsabilidad suya. Los movimientos de cámara, los planos, las distintas situaciones, el detenerse en detalles en apariencia insignificantes, la claridad e insistencia en los sonidos, incluso los personajes, parecen estar ahí para lucimiento del “artista”. Pretende mayor realismo, que no veracidad, para mostrar dos mundos en uno, el burgués y el de la servidumbre, centrándose en dos mujeres pertenecientes a cada una de esas clases sociales. El arriba y abajo de Cuarón detalla un momento puntual que recorre varios meses en la familia, tiempo de ruptura y cambio, de inestabilidad que la madre (Marina de Tavira) intenta ocultar a sus cuatro hijos, tres niños y una niña, mientras Cleo (Yalitza Aparicio), una de las asistentas del hogar, vive su propia desventura tras su primera relación amorosa, amorosa para ella, y exclusivamente sexual para el hombre que la deja embarazada. Lo que cuenta el cineasta podría pasar por un drama, pero deviene en melodrama y en una búsqueda de semejar más de lo que es, aunque no por ello llegue a serlo. Aquí no logro discernir si se trata de una película íntima, con la que Cuarón mira al pasado y no logra plasmar su reflejo sin caer en efectismos, o es una que nace y se desarrolla para condicionar la mirada del público. El problema de Roma, o el que así considero, reside en que todo suena a relleno, a forzar el tiempo, la supuesta humanidad de las protagonistas, aunque sea conteniéndola o reflejándola en primeros planos de los rostros de los personajes, y su estética visual, sonora y ambiental: de la calle, del hogar, de los aparatos de radio y de televisión. Su blanco y negro llega nítido y llama la atención no por lo que expresa, sino por lo contrario, por semejar un adorno más uno como imagen de un tiempo pasado que ha quedado “grabado” en la memoria familiar o en la de Cleo, que cobra el protagonismo de una película que al tiempo que calla, habla, pero quizá sin lograr establecer una comunicación fluida con quien observa al otro lado de la pantalla…



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