jueves, 22 de febrero de 2024

La alegría está en el (anti)cuerpo


Autor: Ernest Board

El 14 de mayo de 1796, Edward Jenner inoculó a James Phipps, un niño de 8 años, la primera vacuna de la viruela. El doctor había observado que quienes trabajaban ordeñando vacas no les afectaba la viruela bovina. Supuso entonces que en la sangre de las ordeñadoras había anticuerpos que las hacía inmunes y que podrían proteger de la enfermedad a quienes no los tenían y caían sin que hubiese medicina que lo remediase. Más o menos ese fue el principio de las vacunas y poco después otros siguieron su camino o mismamente le imitaron. Este sería el caso del equipo médico de la expedición que Carlos IV envió a América, con el cirujano alicantino Francisco Javier Balmis al frente y con la misión de vacunar a la población con la vacuna de la viruela descubierta por Jenner. Para algunos, el hijo de Carlos III y padre de Fernando VII ha pasado a la historia como un rey amante del arte y de la caza algo bobo o de escasa personalidad; y para otros como quien entregó la corona española a Napoleón, después de debilitarla al ponerla en manos de validos como el conde de Aranda o Godoy. En definitiva, fue quien, debido a las circunstancias políticas internas y externas, se vio obligado a abdicar en 1808. Pero, ¿quién no tiene asesores? ¿O quien no es manipulado y manipula? ¿Y si no estaba tan falto de personalidad o su carácter sencillamente no estaba preparado para lidiar con los tejemanejes de la corona en tiempos tan convulsos para las monarquías europeas como lo fueron los de las revoluciones liberales en Francia y en las trece colonias británicas en Norteamérica? En una de las revueltas, el francés Luís XVI, primo de Carlos, (literalmente) perdió la cabeza; en la otra, una fortuna ayudando a los rebeldes estadounidenses a derrotar al inglés Jorge III, que vivió períodos de “locura transitoria” como el dramatizado en la obra teatral de Nicholas Hytner y en su versión cinematográfica La locura del rey Jorge (The Madness of King George, 1994), de la que se dijo que habían eliminado el número regnal del título para evitar la confusión entre el público, del que se sospechaba que podría pensar en la existencia de dos partes anteriores.


Carlos IV. Autor: Goya

El panorama no parece haber cambiado desde aquella, por mucho que los jóvenes de los noventa del siglo pasado digan que entonces había más sabiduría. Lo dudo; estaba allí, igual que estaba en los ochenta y el joven más sabio del lugar no daba para mucho más que para ir de fiesta o sacar un diez en un examen. La década de 1980 fue un decenio en el que el infantilismo se hizo el rey de los medios y, desde ahí, del mundo adulto, los mercados occidentales se liberaban a saco y la ignorancia quiso pasar por locura. No había vacuna para eso y nadie la querría. Había desfase y se respiraba un aire más liberal, cierto, también existía tontería e incluso iluminados que superaban la medianía. Pero lo mismo podría decir un tipo cualquiera de la época de Pericles o de la más luminosa de Voltaire, que la suya era mejor y las más razonable... Posiblemente todas las épocas sean mejor y peor, incluso las más oscuras, porque todas tienen algo que ofrecer y mucho que quitar y rascar. Mas aquí, picores y cuestiones de sapiencia humana, a través de los siglos, no tienen lugar, pues este espacio lo ocupa un hecho concreto: la necesidad de vacunar a la población contra la viruela. Y de nuevo entra en escena Carlos IV, apodado “el Cazador”, de quien el médico británico, pionero en el uso de las vacunas y cuyo descubrimiento no fue aceptado de buenas a primeras, calificó la decisión del monarca de <<ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este>>. Dicho ejemplo nace en la campaña de vacunación que el rey español puso en marcha para luchar contra la viruela que estaba afectando a la población de la America española, pero que también amenazaba a Europa. El monarca organizó una expedición con el fin de vacunar a la población de forma gratuita y Juntas que se encargasen de su mantenimiento y cumplimiento. El 30 de noviembre de 1803, partía del puerto de A Coruña, la expedición con rumbo al continente americano. Su primer destino era Puerto Rico y, desde allí, la misión se extendería al resto del territorio de ultramar. Aparte de Balmis —verdadero promotor de la expedición, pues él fue quien convenció al monarca—, su equipo médico y la marinería, en la expedición iban una veintena de huérfanos coruñeses a quienes inocularon la vacuna durante el tiempo de la travesía. Era peligroso, en la actualidad ilegal y en el futuro quién sabe, pero entonces la inoculación humana era la única manera de conservar la vacuna en perfectas condiciones. Y así, infectando a los veintidós expósitos, en una cadena de inoculaciones, el rey a quien también llamaron “cornudo” fue el impulsor de la que podría considerarse la primera vacunación a gran escala. Dos años después, Napoleón ordenó lo propio entre sus tropas; aunque el fin de la viruela quedaba lejano en el tiempo. Se produjo en el XX, cuando, en el año 1980, la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmaba su erradicación…

La familia de Carlos IV. Autor: Goya

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