miércoles, 7 de febrero de 2024

¡Ay, mi madre! (1926)

Despistado es un adjetivo que puede encajar en la descripción de Harold (Harold Lloyd), el millonario de ¡Ay, mi madre! (For Heaven’s Sake, Sam Taylor, 1926). Por despiste, destroza dos automóviles y poco después quema el puesto del predicador a quien entrega un cheque de mil dólares por los daños ocasionados. Con esta cantidad, que parece obra de un filántropo, como opina su hija, el misionero abre un local de acogida y le pone el nombre de su benefactor. Este se enfurece cuando lee la noticia en el periódico y, decidido y ofendido, se acerca al local para cantarle las cuarenta a quien ha osado emplear su nombre sin su consentimiento. Pero al llegar al local se enamora de la hija del samaritano y allí se queda para ayudarles a reunir y encarrilar a desamparados, descarriados, gamberros y delincuentes del lugar, a quienes, con un poco de fortuna, el millonario transforma de fieros maleantes a ebrios hermanitos de la caridad. El film está hecho a la medida de Harold Lloyd, pero no sorprende ni se lanza desenfrenado hasta su segunda mitad. Aunque alcanza esa velocidad característica suya en su tramo final, cuando sus nuevos amigos le rescatan del secuestro y le "ayudan" a llegar a tiempo a su boda, no hay nada nuevo o al menos que se pueda decir novedoso en ¡Ay, mi madre! Tampoco es preciso, y dudo que fuese posible, ni económicamente viable, estar todo el día buscando nuevas vías a algo que funcionaba y contentaba a su público, el cual, en definitiva, fue el que hizo de Lloyd uno de sus favoritos.

Tras unos inicios imitando a Chaplin —algo que hacían muchos debido al enorme éxito del británico—, el cómico encontró su lugar en la comedia, creó un personaje a su medida y se convirtió en una de las mayores estrellas cinematográficas de la época y en uno de los actores mejor pagados de Hollywood. Aparte de entretener, la película me sirve para establecer diferencias con otros cómicos contemporáneos (sobre todo, pienso en Charles Chaplin y Buster Keaton). Lloyd colaboraba en el desarrollo de los gags, pero aquí es Sam Taylor (uno de sus directores habituales) quien se encarga de la cámara y de otros aspectos técnicos. Esto no sucede en Chaplin ni en Keaton, quienes aun contando con operadores y codirectores (en el caso del segundo) no permitían que sus films fuesen puestos en escena por otros. Sus películas son suyas de principio a fin, al menos hasta que Keaton cayó en manos de la MGM y su control sobre su obra disminuyó de manera drástica. Pero pensando en sus grandes films, Chaplin (en la práctica totalidad de su carrera en el cine) y Keaton cuidan hasta el mínimo detalle y de ahí que en sus largometrajes asuman riesgos y encuentren hallazgos expresivos. Para ambos es importante lo que dicen con imágenes y el cómo lo cuentan. Esto no sucede en ¡Ay, mi madre! y otras películas protagonizadas por Lloyd, cuyas aportaciones a la comedia muda son impagables, divertidas, hilarantes y algunas magistrales, pero las películas con y de Harold Lloyd no pretenden transcender —que algunas lo hiciesen y sean por derecho propio obras maestras es otro cantar—, sino dar rienda suelta al gag a su medida, a la cámara y a sus habilidades más que actor de atleta cómico-circense, así como a la diversión sin mayor pretensión que la de divertir, la cual fue una pretensión que su público le agradeció posiblemente con aplausos y carcajadas...



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