El año 1974 es el gran momento de Mel Brooks en el cine, por la sencilla razón de que estrena dos películas (por él dirigidas) y que ambas son éxitos rotundos de público y de taquilla y ese doble acierto lo posiciona entre los cineastas más populares y rentables de Hollywood. El secreto de su éxito parece que consiste en decantarse por lo simple, lo complejo no suele triunfar en la taquilla, ni en las librerías, ni en las discotecas ni en los teatros, ni en las charlas de cafetería ni de barra americana; aunque seguro que lo suyo no fue tan fácil como escribir este y otros comentarios. Desde sus orígenes profesionales, Brooks busca hacer reír. Lo hizo siendo guionista de televisión en el show de Sid Caesar, como creador de la serie televisiva Superagente 86 (Get Smart), como cómico en directo y, a partir de finales de los sesenta, en el cine. Pero, sea cual sea el medio, el fin siempre es el mismo: la carcajada de su público. Lo cual no deja de ser una de las cosa más serías y complicadas de lograr, salvo que el chiste sea fácil y vaya dirigido a un público infantilizado y nada exigente. ¿Sería este el de Brooks? Lo dudo, puesto que, entre tanta amplitud, parece forzoso encontrar de todo. Así que buscar la risa se convirtió en su máxima ansiedad cuando se ponía detrás y delante de la cámara —su faceta de productor es una historia diferente—. Y cada nueva película suya, a partir de Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974), invitaba a ella desde la parodia y el homenaje a los géneros (otra cuestión sería si aceptamos o no su propuesta). El primero en caer en sus manos fue el western; y el segundo, el cine de terror de los años treinta. En concreto, el díptico de James Whale sobre la criatura ideada por Mary Wollstonecraft Shelley en el siglo XIX.
No hay que ser un lince para darse cuenta de la sombra del cineasta británico sobre el espléndido blanco y negro de El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), pues esa referencia aparece clara en la sala del laboratorio del doctor —los objetos son los originales del film de Whale— y en el título de la película. Por si hubiese dudas al respecto, <<decidimos basar el aspecto y el espíritu de El jovencito Frankenstein en los clásicos de James Whale>>. (1) Vaya, nunca lo habría sospechado. Hasta ese momento, solo había realizado dos largometrajes, Los productores (The Producers, 1968) y El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970). La primera había sido una sorpresa (para mí, hilarante) que le deparó el Oscar al mejor guion original y la segunda era la treceava adaptación a la pantalla de la novela de Ilya Ilf y Eugene Petrov Las doce sillas, la cual, a pesar de sus momentos, había pasado sin pena ni gloria por las pantallas… Pero el éxito ya estaba llamado a su puerta cuando Gene Wilder le dijo: <<Tengo una idea para una película sobre el nieto del barón Frankenstein. Es un científico que no se cree ninguna de esas tonterías de resucitar a los muertos. De todos, aunque es un científico, está tan loco como cualquiera de los Frankenstein. Lo lleva en el corazón. Está en su sangre. Está en la médula de sus huesos, solo que él aún no lo sabe>>. Lo anterior lo escribe Brooks en sus memorias. Según él, eso fue lo que le contestó Gene Wilder cuando le preguntó sobre qué escribía en su bloc durante uno de los descansos del rodaje de Sillas de montar calientes. El resto ya es historia, la de El jovencito Frankenstein y la burla-homenaje al cine de terror (y de Whale) que conquistó a su público y le hizo reír con personajes ya icónicos de la comedia, llámense Frodorick, Frederick, Igor, Aigor o criatura…
(1) Mel Brooks: ¡Todo sobre mí! Mis memorables gestas en el universo mundo del espectáculo (traducción de Ana Julia Sarmiento). Libros del Kultrum, Barcelona, 2023.
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