El reinado del terror (1949)
Toda revolución genera un espejismo de cambio, ¿o es el espejismo de cambio, fruto de la ilusión teórica, el que empuja el giro? Algunos incluso muestran imágenes de libertad, igualdad y fraternidad, como sucedió en la Revolución Francesa, pero el devenir histórico, de exclusiva humana, se encarga de delimitar su radio de acción y de limitar el significado de los abstractos, que sitúa en un plano que no es el ideal que los origina, sino el mundo físico donde los ideales carecen de lugar concreto. Ese mismo espejismo genera el caos que trae consigo la sensación de que el orden (opresor) ha sido destruido, aunque solo lo altera en su forma y, tras el temporal caótico, el orden volverá a imperar con otro cuerpo, quizá con algún cambio que apenas trastocará la cotidianidad de las masas que durante la revolución y el instante que la sigue sirven de arma a cabecillas como Robespierre. Este personaje histórico, interpretado por Richard Basehart, es el antagonista de El reinado del terror (The Black Book/The Reig of Terror, 1949), un film en el que Anthony Mann no pretende la reconstrucción de un periodo negro en la Historia. Prefiere o se decanta por una intriga en las sombras, en cuartos oscuros y en locales que no desentonarían en un film ambientado en el Chicago de la “prohibición”. Salvo la persecución diurna, los decorados callejeros también apuntan hacia esa intención que agudiza la negrura que se respira durante esos días en los que Robespierre, que domina con su libro negro a la Asamblea, apunta a dictador de Francia. ¿Para eso han luchado? ¿Para caer en las manos de un totalitario mucho más sanguinario que el depuesto? El reinado del terror toma la Historia y crea su propia historia para ofrecer un thriller intenso, en el que no importa demasiado caer en los tópicos del género: infiltrados, suplantación de identidad, sed de poder, luces y sombras —más de estas que de aquellas—, persecuciones y un romance que se inicia con los reproches de Charles (Robert Cummings) y Madelon (Arlene Dahl), dos viejos amantes que se reencuentran en la oscuridad de una posada donde el primero se adelanta a la segunda y asesina al hombre que debe suplantar. Pero lo mejor del film es su estética noir, la fotografía de John Alton y el uso que Mann hace de los decorados —William Cameron Menzies, el productor de la película, director ocasional y prestigioso decorador cinematográfico, aportó ideas que mejoraron el conjunto—, de las sombras arriba referidas, de los espejos y de las situaciones que ubica (en su mayor parte) en el París de 1794, una especie de bajos fondos donde los políticos no difieren demasiado de los gánsteres tratados en el cine negro. Esto no fue casual, sino una decisión premeditada, que alejase El Reinado del terror del historicismo académico y del cartón piedra para pasar a la acción, trepidante en las persecuciones, y a la tensión, por llamarla de algún modo, que genera la carrera contrarreloj en la que el héroe, agente del exiliado general Lafayette que se hace pasar por el acusador de Estrasburgo, y la heroína, que espía para la causa del líder de la oposición, se ven inmersos para salvar a Francia del aspirante a dictador que domina el Comité de Salud Pública, eufemismo de su terror de Estado, el mismo que ajusticia a Danton en los primeros compases de la película.
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