miércoles, 3 de mayo de 2023

El Cid (1961)

Su viajero espacial en El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968) es, quizás, su personaje más icónico de la década de 1960, pero los que se asocian de inmediato a Charlton Heston son del decenio anterior, aquel en el que alcanzó el estatus de estrella de celuloide. Su Moisés en Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956) y su Judá Ben-Hur en Ben-Hur (William Wyler, 1959) fueron fundamentales y tienen en común su origen hebreo y su paso de la opulencia al destierro, al éxodo y a galeras, respectivamente, y de ahí a su liberación y triunfo. En ambos casos son héroes épicos, sin apenas matices, como lo es su Rodrigo Díaz de Vivar en El Cid (1961), que también tuvo que sufrir el exilio, aunque el suyo se resuelve con una elipsis, una barba y su regreso a la batalla. Había sido desterrado por orden de Alfonso VI, hijo de Fernando, padre de Urraca, no confundir con su tía la de Zamora, que es el personaje que interpreta Genevieve Page en la película, y abuelo de Alfonso Raimundez, para la monarquía castellano-leonesa Alfonso VII. Nos situamos en los orígenes de Castilla, que antes de ser reino era condado de la corona de León, un condado que pasó a Fernando cuando fue coronado rey de León y que dejó en herencia a su hijo Sancho, que sería el primer monarca castellano. El testamento del finado dividía el reino de León entre sus tres hijos varones: Galicia para García, León para Alfonso y Castilla para Sancho. Por entonces, también eran tiempos de Navarra y Aragón y de los reinos de taifas, de El Cid, de la reforma de Cluny, del auge del Camino, de la reconquista de Toledo y de otras cuestiones que marcaron el presente peninsular del siglo XI; pero aquel Cid, que vivió en el XI y nunca llegó a ver el XII (ni los que le han seguido) en el que se desarrolla la historia rodada por Anthony Mann, no es el que quisieron Heston y Samuel Bronston, productor que pretendió conquistar la industria del celuloide creando un Imperio en la España franquista que abrazaba la apertura y el desarrollo económico de los años sesenta, posible, sobre todo, gracias al turismo y a las divisas enviadas desde la emigración.

Instalado en España desde 1957, Bronston contaba con el apoyo financiero de su amigo Pierre duPont y con contactos en el gobierno franquista. Había llegado con una idea, por decirlo de algún modo, hecha en Hollywood y para darle forma necesitaba un buen puñado de nombres que hiciesen posible su cine espectáculo, a imagen y semejanza del hollywoodiense, pero rodado en un país europeo que le abarataba costes, le posibilitaba buenas condiciones climatológicas y diversidad paisajística. Entre sus colaboradores estaban el catalán Jaime Prada, probablemente suyos serían los contactos que le facilitaron medios logísticos, humanos y militares, y el guionista Phillip Yordan, quien firma el guion de El Cid junto a Fredric M. Frank, nombres visibles de un grupo más amplio de guionistas entre los que no se acredita a Ben Barzman. También contó con reputados técnicos, caso del director de fotografía Robert Krasker y decoradores como John Moore y el asturiano Gil Parrondo. Cuando se trataba de directores, actores y actrices buscaba en el firmamento cinematográfico y se traía lo más granado. Así llegó Heston, tras exigir que escribiesen su personaje y la historia a su medida; no me refiero a su metro noventa y uno de estatura. En aquel momento, sin duda, era de los grandes reclamos en el universo de celuloide, por lo que no hubo problema para aceptar hacer un Cid a su gusto. La otra estrella, Sophia Loren, que estaba conquistando el mundo del cine, había dado pruebas suficientes de poder medirse con cualquiera y salir victoriosa; pero en este film apenas tiene presencia. Se limita a estar y nunca logra el brillo que reluce en su máxima expresión cuando juega junto a Vittorio De Sica y Marcello Mastroianni (juntos o por separado). Con ellos formó un trío irrepetible, uno que les enriquece individualmente y en conjunto. Es lo que tiene una relación generosa, que (se) engrandece en colaboración. Pero volviendo a la película, Bronston se hizo con los derechos del guion que iba a ser dirigido por Rafael Gil. Lo cambió por completo (sus guionistas) e intentó vender la idea de que Ramón Menéndez Pidal había asesorado a sus escritores; algo por otra parte que se aleja de la realidad, aunque el intelectual se dejase fotografiar con Heston y otros miembros de la película.

El personaje al que ahora dedicaré mi atención es Anthony Mann, un cineasta que me parece de lo mejor, narrativamente hablando, del cine estadounidense de finales de la década de 1940 y de la siguiente, sin embargo, los años sesenta fueron artísticamente menos ricos; Hollywood ya no era lo que había sido; los que ahora empezaban a mandar carecían del instinto de los Harry Cohn, William Fox, Carl Leammle, Samuel Goldwyn, Darryl F. Zanuck, David O. Selznick y tantos otros magnates cinematográficos que dieron forma a la edad dorada. Despedido de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960) y decepcionado con Cimarrón (1960), el cineasta decidió cambiar de aires y aceptó la oferta de Bronston, quien ya había contado con John Farrow y Nicholas Ray en dos proyectos anteriores. Mann era su tercer hombre, el cuarto para engrandecer su imperio (algo que no se logró o que solo se logró a medias) sería Henry Hathaway, pero en ningún caso los resultados están a la altura de lo mejor de estos ilustres cineastas. Lo cierto, si nos dejamos de forofismos y de gustos personales, es que ninguna de las dos superproducciones que Mann dirigió para la Samuel Bronston Inc. se encuentran entre lo mejor de su cine. Eso salta a la vista de cualquiera que quiera ver y que haya visto la filmografía del realizador de Colorado Jim (The Naked Spur, 1953). En “lo mejor”, que es un “lo mejor” bastante amplio, se incluyen varios de sus policíacos de serie B, sus westerns, salvo Cimarrón, el bélico espectral La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957) y el drama La pequeña tierra de Dios (God’s Little Acre, 1957). En estos films, sobre todo en sus westerns, los héroes de Mann son desarraigados, carecen de un hogar a donde regresar, en este aspecto guardan un parecido con los de Ray, salvo que a los de este les es imposible ir hacia adelante, hacia las tierras y horizontes lejanos que de algún modo son la esperanza de los héroes de Mann. Pero volviendo al Cid de Heston, que a primera vista podría ser otro desarraigado, ya desde el primer momento apunta que se trata de un héroe de Hollywood en tierras ibéricas donde todo se encuentra al servicio del espectáculo, al que le da igual lo castellano, lo mozárabe o lo burgalés. Tampoco siente interés por profundizar en el personaje, a quien nunca muestra ni como mercenario ni señor de la guerra, más bien como una especie de mesías que desafía al poderoso y apiada del leproso. ¿Pero qué más da quién fue el auténtico Rodrigo Díaz de Vivar, si El Cid de Heston es genuino cinematográfico y noble caballero que se aferra al tópico del honor, palabra dudosa donde las haya? Dicho abstracto le obliga a enfrentarse al conde Gormaz (Andrew Cruickshank), el alférez del rey y padre de Jimena (Sophia Loren), cuando aquel le acusa de traición faltando de ese modo al buen nombre de don Diego de Vivar (Michael Hordern). Mas este no es el enfrentamiento que convierte al futuro caudillo en leyenda, tampoco al modelo del canto Mio Cid, poema épico y seminal de la literatura castellana cuya propaganda escapa de la Historia para asentarse en el mito. Rodrigo/Heston se convierte en héroe más allá de la vida al enfrentarse al invasor almorávide que cruza el Estrecho para, según anuncia Ben Yussuf (Herbert Lom), su líder, convertir a toda la península, después a toda Europa y luego al mundo.

Fanáticos los hay en todas partes, y Yussuf es un fanático. Alfonso también evidencia fanatismo e intolerancia cuando rechaza la ayuda de los reyes musulmanes a los que ofende. Lo preocupante es cuando el fanatismo se hace dominante y se asienta en el poder y ese es el peligro que apuntan Mann y sus guionistas al inicio de la épica de El Cid, una épica cinematográfica a la que no importa dar mil patadas a la Historia, patearla hasta dejarle el rostro irreconocible a base de golpes que no se les puede reprochar, porque lo de Mann y los suyos es el cine y no el estudio de la Historia, que por otra parte puede resultar tan o más entretenido que el cine, pero esa es otra historia. Así, Mann, Bronston, Heston y compañía hacen su leyenda de la figura de alguien como el guerrero castellano Rodrigo Díaz de Vivar, de quien tampoco se está seguro que naciese en Vivar. De hecho, su nacimiento ya escapa a la Historia y su vida se confunde para asentarse en la leyenda. En todo caso, tanto la ficción literaria como la cinematográfica son osadas y juegan con la Historia a su antojo. Y al igual que hace el Mio Cid, esta superproducción Bronston, de las mejores de las suyas, sino la mejor de las que produjo durante su megalómana aventura por tierras españolas, no se ruboriza por cantar a su manera e iniciar su recorrido campeador en el año 1100 situando a Fernando de León como rey de Castilla y al Cid obligado a enfrentarse a quien debería ser su suegro…




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