Érase una vez una entrevistadora y un cineasta del todo peculiar, de quien su cine me cae genial. Además, me gusta su estilo y como expresa su pensamiento; quizá solo sea eso, sin más, el motivo por el cual me gustan sus películas y sus respuestas. A veces no sé porqué me cae bien alguien o porqué me gusta algo. Así, de primeras, podría aventurar que hay pensamientos y gustos afines; y otros ajenos y distantes (estos también pueden ser propios) que, al cobrar la expresividad que los comunica, se me atragantan o, ya masticados, me dan ardor de estómago. Pero a veces resulta que las obras de esos pensamientos me parecen para chuparse los dedos. Más fino hubiera sido escribir “exquisitas”, un término que suena a que no ensucia, pero las exquisiteces son relativas y la suciedad hay que limpiarla o dejar que se acumule. Las exquisiteces obedecen al gusto, al paladar o a como se haya educado, a la oferta y la demanda; también es probable que a la tontería. ¿Hay algo más exquisito que un tonto y una tonta en pleno uso de su tontería? He de suponer que sí. Las mías, ya dudo si me refiero a exquisiteces o a tonterías, no son de alta cuna. Se formaron entre trapos de cocina y el asfalto de la calle donde, tras cada batalla contra algún barrio vecino, hacia mil diabluras y mil más habría hecho si cada día tuviese doce horas que sumar a las veinticuatro que se consumen a diario. En todo caso, nada de lo dicho hasta ahora quiere decir que llegado el momento rechazase una buena mariscada o, ya apuntando a tierras de Tarkovski, un poquito de caviar, que nunca he probado, negación que elimina de un porrazo mi capacidad para valorarlo. A lo que iba. Mi predilección es la que es. La que suele saborear con mayor gusto un plato servido por Ozu, Monicelli, Keaton, Chaplin, Ford, Mackendrick, Capra, Wilder, Tourneur, Walsh, Buñuel, Fellini, Hitchcock, Kozintsev, Berlanga, Renoir o los dos Ray, Nicholas y Satyajit, que uno de Eisenstein, Bresson, Bergman, Welles, Visconti, Kubrick, Rohmer, Antonioni, Ôshima o Paradjanov; y los de estos, antes que uno de Angelopoulos, Saura, Akerman, Tarr o Godard. Con lo escrito, no quiero decir que los últimos cocinen menos rico que los primeros; solo que no son platos que devore con las mismas ansias y la misma alegría. Y esa predilección es la que siento por Marco Ferreri. Mi sintonía con el italiano viene de lejos, de cuando lo descubrí en El pisito y El cochecito y exclamé ¡qué diminutivos tan grandes! A lo que añadí: ¡tanto como el aumentativo de La gran comilona! Pantagruélico y “lambón”, que atracón hedonista y suicida el de esos cuatro fantásticos actores que en No tocar la mujer blanca juegan a indios y vaqueros. Mi simpatía por Ferreri y por su cine nacen de su relación con Rafael Azcona, pero continúa después de que guionista y director siguiesen sus caminos por separado. Afinidad la tengo con ambos, igual que con otros tantos, con su modo de hablar, sin aparentar ni ocultar su postura, de cine y también de algo más allá del cine, el cual, al fin y al cabo, no deja de ser una parte minúscula de ese algo mayúsculo llamado vida, aunque haya quien, cara la galería, presuma lo contrario; quizá callando o tal vez ignorando que sin vida no habría cine. La historia que que sigue no es una historia, es una entrevista y ya ella irá contando:
Marco Ferreri: Yo creo que sí. El cine de Chaplin, por ejemplo, es un cine de calidad que da dinero. Pero, acerca de la calidad, en el cine, como en todas las expresiones artísticas, ¿quién determina lo que tiene o no calidad? ¿Y en función de qué? ¿Por qué la calidad de los grupos, de las minorías intelectuales, tiene que ser la calidad con mayúscula? Todo es relativo. Los pintores del periodo de Stalin eran malos pintores, según se ha dicho. Pues bien, ahora podrían muy bien ser clasificados como hiperrealistas y formar parte de esta reciente escuela norteamericana… Si se quiere cambiar algo, en el cine, hay que empezar por negar la autoridad de quienes pretenden determinar lo que está bien y lo que está mal.
M. T.: Entonces, en el cine, ¿todo puede ser bueno y todo puede ser malo?
M. F.: Para mí, en estos momentos, es malo todo, porque todo nace en la misma matriz, como producto de una sociedad que se ha de cambiar para que pueda haber cambios en el arte.
M. T.: Usted, como la mayor parte de los directores italianos, ha estado influido por el neorrealismo. ¿Puede explicar qué significó esta corriente cinematográfica, qué importancia ha tenido en el cine, en el lenguaje cinematográfico, en la forma de analizar la vida y de narrarla?
M. F.: El neorrealismo fue un momento importante del cine. Pero la suya no ha sido otra importancia diferente ni superior a la que supusieron, por ejemplo, los filmes de Lubitsch. En cierto modo fue un eslogan, una mera fórmula, como luego ha habido otras, la “comedia a la italiana”, los “westerns italianos”, etc.
M. T.: Desde entonces, ¿se ha producido algún movimiento renovador?
M. F.: No, ninguno. Y ello no es malo. Vivimos en un mundo de fórmulas estereotipadas con “ismo”. Si no aparece ninguna novedad, puede creerse que el cine está en crisis, que no evoluciona. Y, sin embargo, no es verdad: ninguna fórmula puede cambiar el cine si no se revoluciona la realidad en la que tiene su origen.
M. T.: Sin embargo, hay un cine de autor…
M. F.: Sí. Todo está viciado por esas teorías acerca del cine de autor. Se trata de otra fórmula, un eslogan que se inventaron los señores de Cahiers du Cinéma y que otros muchos críticos difundieron. Una fórmula bastante eficaz, desde luego, y que ha prevalecido durante un periodo. Mas, para mí, no pasa de ser una definición técnica inventada por una revista técnica y adoptada por esa minoría de público que acostumbra seguir este tipo de modas, de corrientes cinematográficas.
M. T.: Coincidió con el auge de la “Nouvelle Vague” del “free cinema”…
M. F.: Etiquetas, nada más que etiquetas… Para mí, todos los que hacen cine son autores. Me molesta el término aplicado solo a la élite. Todos los realizadores que hacen películas son eso, autores. Es hora ya de terminar con este tipo de clasificaciones intelectualistas…
M. T.: Entonces, ¿qué es el director?
M. F.: Es el que fabrica las imágenes. El que fabrica la película, junto con el operador, con el guionista, con el ambientador, con los actores… El es quien perfecciona y coordina un poco todos esos elementos.
M. T.: La técnica cinematográfica, ¿es importante a la hora de rodar? ¿O a veces puede resultar más conveniente olvidarse de las normas?
M. F.: Es importante, no hay duda. La técnica forma parte del trabajo. No hay trabajo sin técnica. Si se prescinde de algunas normas fijas se han de inventar otras, porque no se puede romper con las cuestiones técnicas. Que estas sean rudimentarias o refinadas ya es otra cuestión; en última instancia, depende del filme de que se trate. Aunque, claro, lo más importante es no se solo un técnico, porque entonces se elabora un producto frío.
M. T.: El guion, ¿es importante? ¿Hay que ceñirse rigurosamente a él?
M. F.: No es muy determinante. Puede ser un punto de partida. Depende del director. Es un método de trabajo. Hay directores que tienen bastante con un simple punto de partida; otros lo necesitan más elaborado.
M. T.: El cine, ¿ha conseguido sacudirse el lastre de la literatura?
M. F.: Hay de todo. Tal como están las cosas, puede haber de todo: desde el que hace un filme basándose en un libro leído, hasta el que piensa el filme directamente; pero incluso este, como proyecta hacer su películas, ¿acaso no lo hace en función de un libro imaginario que está solo en su cabeza?
M. T.: El director, decidido como el coordinador de la labor de los restantes elementos de un filme, ¿puede ser un elemento sustituible? En otras palabras, ¿qué opina del cine de grupo actualmente en desarrollo?
M. F.: Me parece que si se pretende hacer cine de grupo, el resultado será un cine anónimo. ¿O acaso es posible expresar el talento en grupo?
M. T.: Hablemos un poco de cine “underground”…
M. F.: Otra vez las etiquetas, las marcas. Hubo un cine underground, surgido en los Estados Unidos en cierto momento, pero hoy se ha convertido en un cine inground, encajado por completo en el sistema, distribuido por los canales normales. Andy Warhol, Paul Morrisey,…, lo que quería era hacer cine y registraron una marca afortunada, una nueva marca. Actualmente trabajan todos dentro del sistema.
M. T.: Sigamos con las etiquetas. ¿Cree en la edicacia la del cine didáctico?
M. F.: Si esta bien hecho, sí. He visto algunas cosas interesantes en Norteamérica.
M. T.: ¿Y en la del cine político?
M. F.: ¿Qué es el cine político? ¿Cómo va a hacerse cine político dentro del sistema?
M. T.: Sin embargo, es evidente que hay cine político dentro del sistema, solo que es de derechas, conservador…
M. F.: Desde luego. Lo que yo digo es que el cine político de izquierdas no se puede hacer. Porque un cine de izquierdas, si no es un cine revolucionario, es un cine triste. Y el cine revolucionario solo puede hacerse si existe la revolución.
M. T.: Un cine como el cubano, como el de después de la revolución, ¿puede ser válido?
M. F.: ¿Por qué válido? He visto esas películas y no les he encontrado valores revolucionarios. Además, ¿qué quiere decir eso de “después de la revolución”? La idea de que esta acaba, de que tiene un final, de que dura un periodo de tiempo determinado, dos horas o dos años, es errónea. La verdadera revolución ha de ser permanente. Si no es así, ¿qué es?
M. T.: Hay un cine seudopolítico, un cine de denuncia absolutamente impotente, que sin embargo, tiene mucho éxito, sobre todo en Italia. ¿Por qué? ¿Por el masoquismo del público?
M. F.: Tiene éxito porque está bien hecho, porque tiene un valor espectacular. La gente va al cine si hay espectáculo; de lo contrario, no va.
M. T.: ¿Por qué va el público al cine?
M. F.: Antes es preciso considerar: ¿qué es el público? ¿Qué es lo que se pretende cuando se dice “el público” en general, las masas? Su composición es muy heterogénea. Hay quien va al cine a ver el espectáculo, el circo; hay minorías que acuden por una cuestión de moda o interés por un elemento determinado; hay quien va en busca de una evasión personal… En cualquier caso, se trata de devoradores de sombras.
M. T.: Se dice que el espectador es un “voyeur” para quien una película es una ventana abierta a la intimidad de los demás.
M. F.: Sí, todos somos vouyeurs que espiamos, pero el hecho de espiar en cine no nos impide espiar también en la vida real.
De la entrevista de Maruja Torres a Marco Ferreri: El cine, arte e industria. Salvat Editores, Barcelona, 1973.
No hay comentarios:
Publicar un comentario