Jerzy Skolimowski ha sido él y él ha sido muchos, siendo siempre él mismo. Una vez licenciado en Literatura e Historia por la Universidad de Varsovia se lanza a la aventura de vivir: boxea, actúa, escribe poemas, una obra teatral, guiones para Andrzej Wajda, para Roman Polanski y para él mismo, por ejemplo en su primer largometraje, Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964), que también protagoniza, igual que hará en el segundo, El fácil triunfo (Walkower, 1965), al dar vida al mismo personaje: Andrzej Leszczyc. Más adelante, pinta, pero, no por multidisciplinar, deja de ser el individuo rebelde que no acepta que le encierren en un cuadrilátero simbólico; encierro que sí parecen sufrir sus personajes, sin ir más lejos los obreros de Trabajo clandestino (Moonlighting, 1981), una de sus películas más conocidas, sino la más. Son víctimas de sistema, de su burocracia y de su mala leche kafkiana. Nadie parece ser dueño de su destino, tampoco parece haber uno para ellos, al menos no lo hay para Andrzej, el protagonista de El fácil triunfo, aunque llegue a una nueva ciudad donde no habrá ningún nuevo comienzo, aunque quizá sí repetirse la misma historia de siempre. En la estación donde se encuentran los dos protagonistas, Andrzej y Teresa (Aleksandra Zawieruszanka), ambos quedan individualizados entre una multitud a la que Skolimowski no presta más atención que para señalar una sensación de irrealidad que se irá haciendo más fuerte a lo largo de la película.
Todo apunta que Andrzej baja del tren no porque sea su destino, sino porque ha descubierto a Teresa y quiere estar con ella. Es el día de su cumpleaños, a unas horas de cumplir los treinta. Poco más sabemos de él: que suspendió los exámenes universitarios y que ha boxeado. La individualización de ambos en ese entorno viene a corroborar una tendencia del momento en los nuevos cines del este de Europa, aquellos surgidos durante el “deshielo”. Las películas individualizan a sus personajes. Les hacen personas, como si esa individualización fuese su forma de decir basta al realismo socialista que había sido impuesto oficialmente en las artes. Los protagonistas de estas nuevas olas suelen ser jóvenes o desencantados, o ambos, que se descubren rodeados y atrapados en la desilusión, con ganas de apartar esa sensación de encierro. Pero en el caso de Andrzej, parece alguien a quien ya le es indiferente su entorno, quizá porque ya ha intentado escapar, lograr algo, luchar sin conseguir nada, debido a la ausencia de oportunidades, al cansancio vital ante la presión invisible pero ejercida por los dos poderes que rigen el país, dos “religiones” enfrentaras (catolicismo y comunismo). En medio de ambas, se sitúa la persona: la que se identifica con una u otra ideología, con ninguna, quien las sufre, quien intenta alejarse, quien nada puede hacer para conseguirlo, porque regresa a un punto que implica la pérdida de identidad individual y la aceptación de lo grupal, de su dominio sobre lo personal, sin cabida en un espacio que imposibilita, lo que vendría decir que ni niega ni afirma al individuo, lo condena a vagar de aquí para allá, en un rondo sin fin…
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