jueves, 18 de mayo de 2023

Ebro, de la cuna a la batalla (2016)


Alguien dijo que aburrir en cine es pecado, no sabría qué decir al respecto, salvo que dudo del pecado, y dudo que todos nos aburramos igual. Personalmente, me aburro a mi manera y nunca he masticado el aburrimiento de otro mortal. El efectismo, la repetición, el ruido, un acabado bonito, pero hueco o lleno de “buenas intenciones”, me dejan indiferente. Y esa indiferencia suele presentarse a los pocos minutos de metraje de una película que pretende, al menos en apariencia, acercar al público la vida (cinematográfica) en las trincheras. Las situaciones se repiten de un film a otro, pero en pocos casos se llega a captar el ambiente que condiciona los estados emocionales de quienes lo viven y lo desvelan en comportamientos y pensamientos —algo que sí creo lograron Pabst, Wellman, Ichikawa, Monicelli o Coppola—. Y ese todo envolvente, donde lo propio y lo ajeno se confunden igual que la razón y la sinrazón, que habita dentro y fuera de los soldados en el frente es determinante para la verosimilitud de lo expuesto en la pantalla. Eso no lo encuentro en films de pirotecnia de videojuego tal 1917 (Sam Mendes, 2019) o de los que buscan desesperadamente remarcar su postura y una grandeza emocional que resulta de menor tamaño, cual Sin novedad en el frente (Im Westen nichts Neues, Edward Berger, 2022); tampoco en la televisiva Ebro, de la cuna a la batalla (Román Parrado, 2016), que es un bélico de buen acabado, pero… La escena en la que las tropas del Ejército Popular cruzan el río Ebro en barcas bebe sin disimulo del desembarco filmado por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Prívate Ryan, 1998). A todas luces un momento de impacto y estruendo cinematográfico que llamó la atención tanto a cineastas, un veterano como Ridley Scott no lo disimula en su Robin Hood (2010), como al público, entre el que se encuentran los futuros cineastas, guionistas y demás profesionales del cine. De modo que no se trata de algo inusual descubrir influencias de aquel desembarco, como tampoco considero exagerado decir que el cine bélico posterior se ha visto condicionado por el film de Spielberg, pues, la mayoría de películas del género, busca y prima espectáculo, el efecto e impacto en los momentos de batalla —cierto que antes ya se buscaban, quizá a partir de El día más largo (The Longest Day, 1962)—, aunque los disfrace de intenciones transcendentes, a la reflexión y contemplación que, por ejemplo, Terrence Malick exhibe en todo momento de La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998).



Por otra parte, están los despachos donde los políticos mantienen su propia batalla, un ejemplo reciente e internacionalmente exitoso, y posterior a Ebro, de la cuna a la batalla, podría ser la “guerra” de Churchill en La hora más oscura (Darknest Hour, Joe Wright, 2017). Esa guerra lejos del frente también necesita las diferentes tonalidades, tanto exteriores como interiores, del personaje y de su entorno. En el caso del film de Román Parrado se trata de Manuel Azaña (Manuel Morón), el último presidente de la República, cuya figura cinematográfica había asomado con anterioridad en la pantalla, sin ir más lejos en el film de Santiago San Miguel Azaña, cuatro días de julio (2008). Parrado se limita a mostrar la imagen del conflicto humano que anida en Azaña, pero dudo que profundice en él, ni siquiera en su personalidad intelectual y política, siendo el autor de La velada en Benicarló más de lo primero que de lo segundo. En todo caso, es un hombre que sufre aislamiento y soledad, la del derrotado, que no del mando, pues apenas manda desde el día del alzamiento militar allá por el 16 de julio de 1936, cuando uno de los sublevados se adelantó en la ejecución del plan. Han pasado casi dos años desde entonces, y la herida de Azaña, el “último” republicano, el político burgués, el liberal que se ha visto entre dos fuegos, el rebelde y el revolucionario, se ha ensanchado. El presidente se desangra al comprender que todo está perdido, que España sufre, que el sueño de España muere, sea cual sea el resultado de la guerra.



Ambientada durante el segundo año del conflicto español, pero también internacional, en Ebro, de la cuna a la batalla el último presidente de la República es centro de atención de uno de los dos escenarios principales escogidos por Parrado y el guionista Eduard Sola para hablar de aquellos días del 38, cuando en los despachos y en el frente del Ebro los republicanos jugaban sus últimas bazas y se depositaban las esperanzas. A ese frente fluvial y montañoso llegan los otros protagonistas de la película: los jóvenes de 17 y 18 que han sido movilizados para formar parte de la ofensiva gubernamental. La película está cargada de buenas intenciones, que deparan una película de enfrentamientos: el fratricida, que se fuerza evidente en la trágica casualidad de los hermanos Quintana, el inocente Pere Puig contra Pere Puig (Oriol Pla) obligado a madurar y a cerrar su periplo bélico en una situación que pretende aprovechar el efecto de la primera imagen al lado de su abuelo, la república contra el fascismo, el político por la paz contra el político por la guerra, los intereses internos y los intereses internacionales, la espera y la desespera; pero, en ningún caso, se llega a desarrolla uno de ellos más allá de lo aparente, de lo mil veces visto, leído u oído. Parrado enfrenta a Manuel Azaña y Juan Negrín (Adolfo Fernández), dos hombres, dos ideas y un destino, enfrentamiento que intercala con el que se produce en el Ebro, donde el ejército popular quema sus últimas esperanzas frente a las tropas sublevadas que consiguen frenar la ofensiva ordenada por Negrín, el presidente del gobierno. <<Al final, ni su guerra ni mi paz. Solamente una batalla>>, le dirá Azaña al final de Ebro, de la cuna a la batalla.




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