Una partida de campo (1936)
El tiempo es un regalo que no se detiene en su rápido avance hacia el olvido de quienes, habiéndolo vivido, han desaparecido o continúan viviendo en recuerdos que, tarde o temprano, también emprenderán su camino hacia esa inexistencia que en algunos casos, como el de los grandes artistas, se retarda gracias a su legado, el cual permite que sus nombres pervivan mientras lo hagan sus aportaciones artísticas. Dentro del ámbito cinematográfico se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que Jean Renoir es uno de esos nombres propios que perdura más allá de su época, uno de esos cineastas que, ya ausente, se reafirma en el presente gracias a la riqueza formal y temática de una filmografía sobresaliente, compuesta por títulos indispensables -Toni, La gran ilusión, La bestia humana, La regla del juego, Esta tierra es mía, French Can-Can, Los crímenes del señor Lang,...- como esta película inacabada, cuyo metraje apenas alcanza los cuarenta minutos. Pero esta brevedad no impide que Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) sea de las obras fílmicas que mejor definen el pensamiento de Renoir, quien, influenciado por los pintores impresionistas (entre ellos su padre Pierre-Auguste Renoir), filmó en Una partida de campo un instante de vitalismo o la vitalidad en un instante que se desarrolla y se vive por entero a orillas de un río alejado de la aglomeración parisina de donde procede la familia Dufeur, el grupo de domingueros que se traslada al campo para saborear una idílica jornada de domingo donde los estímulos y la naturaleza celebran la vida. Durante varias horas, los excursionistas disfrutan de aspectos que en la ciudad no tienen cabida. A quien más afectan los minutos en contacto con la naturaleza es a Henriette Dufeur (Sylvia Bataille), que se deja embargar por la sensación de plenitud que le confiere el experimentar la novedad que para ella significa disfrutar de la sencillez de aspectos tan naturales como comer bajo la sombra de un cerezo o mantener su primer contacto sexual, efímero e idílico con Henri (Georges D'Arnoux), un joven del lugar. A pesar de su corta duración (al inicio se informa de que es un film inacabado) y de que el montaje final fue realizado diez años después de su rodaje, Una partida de campo se descubre como un film completo y complejo, que se desarrolla a partir de unos personajes caricaturescos dentro de un entorno natural que sirve de escenario para el desarrollo de la visión de su autor sobre la fugacidad del momento presente, un momento que inevitablemente queda atrás, pero durante el cual Henriette se impregna de la sensualidad, las emociones y la exuberancia de una jornada que perdurará en su recuerdo cuando regrese a su cotidianidad urbana. Dicha cotidianidad se omite para concluir la narración dos años después del breve lapso temporal, de nuevo en el mismo espacio fluvial, aunque en un instante muy distinto, como confirma su reencuentro con Henri, aquel joven sátiro que pretendió su conquista. En este presente ya nada queda de aquella maravillosa y feliz jornada, cuando ambos fueron uno; ahora, para la joven, solo queda la decepción de una realidad amarga, ajena a aquel despertar al deseo y a las ilusiones compartidas en la fugacidad que ya solo existe en el recuerdo que les confirma que el tiempo, indiferente a las necesidades humanas, ni se detiene ni puede devolverles a aquel instante irrepetible en el que ambos fueron felices.
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