viernes, 1 de julio de 2011

La gran ilusión (1937)



Quizá 
La gran ilusión (La grande illusion, 1937) no sea la mejor película de Jean Renoir, aunque sí es de las que mejor transmite su perspectiva humanista y su sobrada capacidad para crear situaciones y generar sensaciones. Crea un cautiverio y hace de él un lugar de encuentro y desencuentro, de dos tiempos que solo pueden coexistir por la brevedad de ese instante que los acerca antes de distanciarlos para siempre, pues uno no necesitará al otro en el horizonte que se abrirá tras el conflicto bélico. Renoir toma como fondo la Gran Guerra, así conocida hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial, pero del conflicto bélico solo nos llegan ecos en la distancia. El cineasta se aleja de la lucha entre naciones beligerantes para realizar un acercamiento entre la clase social que desaparece y la que predominará cuando llegue la paz y la libertad, sean de una u otra nacionalidad, pero, a la espera de la confirmación que se produce en la despedida de los personajes interpretados por Jean Gabin y Pierre Fresnay, permite la amistad entre iguales y distintos. Pero, además, este clásico, también es una lección de narrativa, repleto de momentos excepcionales que serían fuente de inspiración para posteriores largometrajes, entre ellos la mítica Casablanca —los presos cantando La Marsellesa ante la indignada mirada de los oficiales alemanes sería empleado por Michael Curtiz para demostrar que la libertad no desaparecerá a pesar de la presencia de un ejército opresor—, La gran evasión —los prisioneros del film de John Sturges emplean un sistema similar para deshacerse de la tierra extraída del túnel por donde pretenden fugarse— e incluso apunta, en la presencia de Jacques Becker entre los colaboradores de Renoir, aspectos que el primero desarrollará magistralmente en La evasión (Le trou, 1960).


La acción de La gran ilusión se desarrolla durante la Primera Guerra Mundial y se inicia con el derribo fuera de campo de un avión de reconocimiento, en el que viajan dos oficiales franceses: un capitán de origen aristocrático y un teniente de condición popular —sus orígenes y sus gustos se diferencian en sus modos, pero también en sus preferencias, el primero prefiere Maxim’s y el segundo las tabernas donde sirven buen vino. Tras su posterior captura, el capitán Boeldieu (
Pierre Fresnay) y el teniente Marchal (Jean Gabin) son trasladados a un campo de prisioneros donde se encuentran con otros compatriotas que les hacen partícipes de su plan de fuga, que consistente en la excavación de un túnel, aunque este no puede llevarse a cabo porque poco antes de probar su validez son trasladados a diferentes campos de prisioneros. Mediante una magnífica utilización del recorrido en tren de los presos, la cámara muestra el paso del tiempo y los lugares donde han sido retenidos. Igual de brillante resulta la lectura de sus fichas cuando llegan al castillo que se convierte en su nueva prisión, porque gracias a ella se dan a conocer los numerosos intentos de fuga fallidos (todo esto sucede en un par de minutos, sin tener que detenerse en cada uno de los campos y sin mostrar los hechos que en ellos se produjeron). Al mando de la fortaleza se encuentra el oficial que les había derribado al inicio del film, von Rauffenstein (Eric von Stroheim), a quien, herido en combate, han apartado de la acción que se desarrolla en el frente donde se prolonga la ilusión de los de su clase social, pero también donde agoniza el pasado militarista y aristocrático que representan tanto Boeldieu como él. Como consecuencia de su distanciamiento del campo de batalla, la nueva realidad del aristócrata prusiano aumenta su desencanto, el mismo que intenta disimular aferrándose a su función de carcelero, porque esta le permite crearse la ilusión de continuar ayudando a su nación.



Más que un film bélico, La gran ilusión es una película antimilitarista, una película de relaciones humanas en la que los deseos, las frustraciones, las diferencias de clase, la desesperación o la camaradería entre hombres que se han visto privados de su libertad (incluido el oficial alemán), se presentan a través de varias relaciones. La primera de ellas, entre el capitán y el teniente, dos hombres que provienen de mundos tan distantes que no logran derribar la barrera que esto significa, a pesar de que, evidentemente, se aprecien. La segunda, entre el capitán francés y el oficial alemán, dos hombres que simpatizan porque ambos se reconocen como iguales, además creen que morir por su patria es un honor, por este motivo, la guerra tiene un significado diferente para ellos que para el resto, consecuencia de su educación y del código que les han inculcado, que nada tiene que ver con el pensamiento de quienes les rodean. Además, saben con certeza que el fin de los de su clase llegará tras la contienda, porque no habrá sitio para el Antiguo Régimen y la nobleza de la que forman parte, sea cual sea el resultado final. Su condición desaparecerá o no volverá a ser como antaño. La tercera se centra en la amistad y necesidad que surge entre los tenientes Marchal y Rosenthal (Marcel Dalio), dos hombres que llegan al límite de sus fuerzas físicas y emocionales, poniéndose a prueba su capacidad de sacrificio y su estado emocional. Una cuarta relación que se presenta con la aparición de una viuda alemana, Elsa (Dita Parlo), que ofrece hospitalidad y ayuda a los dos tenientes. Se observa tanto en la mujer como en los oficiales a seres similares, con las mismas necesidades y emociones. En ellos se refleja un ferviente deseo de que la guerra concluya, y de ese modo, sus vidas puedan ser simplemente eso, vidas, y no el dolor, la muerte y el sufrimiento que definen a la contienda. Se podría continuar numerando otras muchas interacciones, pero pueden resumirse en las similitudes y diferencias existentes entre los personajes de la película, en un medio que les priva de su libertad y limita sus emociones, que se presentan desde perspectivas distintas (según su condición), pero que se encuentran más próximas de lo que cabría imaginar.

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