Infierno en la ciudad (1959)
El italiano Renato Castellani se adentró por el subgénero carcelario bien acompañado de tres mujeres indispensables del cine transalpino: la gran guionista Suso Cecchi d’Amico, con quien ya había colaborado con anterioridad en Mi hijo, el profesor (Mio figlio professore, 1946), y las inolvidables Anna Magnani y Giulietta Masina, que interpretaron a dos de las condenadas que cumplen sentencia dentro de los muros del presidio donde se desarrolla Infierno en la ciudad (Nella città l'inferno, 1959), drama cuyo inicio apunta hacia Sin remisión (Caged, John Cromwell, 1950), en la inocencia de uno de sus personajes. Ese primer momento muestra a Lina (Giulietta Masina) entrando en prisión. En su rostro se lee inocencia y el temor a un mundo que le resulta desconocido y, como consecuencia, en su mente, lo ve como un lugar salvaje e infernal. Esta joven ingenua y pueblerina, engañada por un embaucador a quien da vida Alberto Sordi (en una breve aparición), que le había prometido matrimonio, a pesar de estar casado, para poder acceder a la casa donde ella servía, despierta de su inocencia con el paso de los días, una inocencia que cautiva a Egle (Anna Magnani), quien se convierte en su guía y protectora durante su estancia en el correccional. Tras su fortaleza externa, esta veterana convicta denota la sensibilidad que no ha perdido a pesar de haber pasado su vida entrando y saliendo de la cárcel. Aunque sus delitos nunca han pasado de hurtos menores y condenas breves, se ha ganado el respeto y el temor del grupo de presidiarias que lidera, un grupo que, debido a su encierro, se encuentra al margen de la sociedad, separadas de sus familias, del amor o del aire que respiran las personas que viven al otro lado del grueso muro. Infierno en la ciudad fluye como un drama ajeno a la sensiblería que evita emitir cualquier tipo de juicio moral, ya que se limita a plantear, desde el realismo de sus imágenes, una situación de vidas humanas dentro de un universo que roba la esperanza y la libertad, por ello resulta ajeno a esa misma condición humana que sí se descubre en las protagonistas. De modo que, cuando Lina consigue la libertad pero en ese instante su imagen resulta ambigua, lo cual delata que la Lina inocente ha desaparecido y, por lo tanto, su regreso al correccional es cuestión de tiempo. En el lado opuesto se observa a otra de las presas, Marietta (Cristina Gaioni), una joven que se ha enamorado del obrero a quien observa a través del reflejo del espejo que emplea desde la ventana de su celda, gracias a la ayuda del cristal cada día mira la figura de ese joven a quien ella y Egle le dan el nombre de Piero (Renato Salvatori). La chiquilla le habla, grita el supuesto nombre del trabajador a través de los barrotes, el deseo crece en ella, sueña con él, sueña con la libertad de poder amar y con no regresar jamás a una jaula que le impide vivir lo que más le llena, la idea del amor. Entre todos esos sueños e ilusiones, Egle deambula aparentemente sin ninguno, pero atenta a los de todas a quienes, si puede, ayuda, a pesar de su duro caparazón externo.
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