Resulta curioso que en su época de mayor creatividad, el público le diese más la espalda que posteriormente, cuando firmó su contrato con la MGM y perdió el control sobre las producciones que protagonizó en el estudio dirigido por entonces por Louis B. Mayer e Irving Thalberg; pero el éxito o el fracaso comercial de sus películas no responde a la calidad que atesoran, sino a la caprichosa decisión de los espectadores de acudir o no al cine a disfrutar de sus comedias. Obviamente, la marcha en la taquilla también responde a otras cuestiones ajenas al film en sí, por ejemplo el número de copias distribuidas o la campaña publicitaria, aunque esta no siempre funciona como se espera, pero, finalmente, el público es quien decanta la balanza. Y el de la década de 1920 prefería a Harold Lloyd, cuyo personaje presentaba un humor más directo, contemporáneo y urbano, que conectaba mejor con el gusto popular, o a Charles Chaplin, quien era el número uno gracias a su mezcla de comedia, de “gamberro humanismo” (el de su vagabundo), de su caminar a contracorriente y de su sensibilidad; pero cualquier largometraje silente de Buster Keaton constata su incomparable genialidad cómica y su maestría a la hora de crear ritmo y narrar situaciones. Quizá el ejemplo hoy más conocido sea El maquinista de La General (The General, 1926), en su momento un fracaso comercial y, desde su estreno, obra fundamental de la comedia silente. Codirigida por Clyde Bruckman, su coguionista habitual en títulos magistrales como La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, Buster Keaton y John G. Blystone, 1923), El moderno Sherlock Holmes (Sherlock, Jr., 1924) o Siete ocasiones (Seven Chances, 1925), la dirección de Keaton es una lección de cine en constante movimiento, principio y fin de la odisea en la que se ve implicado su personaje, Johnnie Gray (Buster Keaton), un joven que tiene su corazón dividido entre dos amores: su locomotora y Annabelle (Marion Mack), la chica por quien desea alistarse en el ejército confederado.
Keaton es héroe a la fuerza, pero, al fin y al cabo, héroe y en El maquinista de La General expone en toda su dimensión las características de su personaje: lacónico, estoico, de apariencia frágil, de rostro impenetrable y, una vez en marcha, siempre decidido a superar, en ritmo creciente, los obstáculos que se le presentan, trabas que le permiten desplegar su agilidad, su comicidad, su inigualable capacidad para la acción y su innegable ingenio. Y prueba de ello es esta magistral lección de ritmo narrativo que combina movimiento y emoción, dualidad impagable que conecta y despierta la complicidad entre las imágenes y quien, agradecido por la brillantez de los gags, simpatiza con el maquinista en su constante lucha, pues no desiste en su intención de recuperar a sus amores —¿quién, salvó él, sabe cuál de las dos ocupa el primer lugar en su corazón?— y de dar rienda suelta a su capacidad para hacer reír y vibrar desde las imágenes, las cuales, sea en esta película ambientada durante la guerra de la Secesión o en otras muchas de las suyas, desvelan la genialidad cinematográfica de su arte, pues, lo que Keaton hace, es eso: Arte cinematográfico…
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