A vueltas con el proyecto que años después rodaría dando forma a Piratas (Pirates, 1982), Roman Polanski vio en la novela de Roland Topor la oportunidad de volver a ponerse delante y detrás de las cámaras. Lo hizo pisando terreno conocido, el encierro y la pérdida de identidad, pero en suelo diferente, ya que El quimérico inquilino (The Tenant, 1976) fue la primera película que rodó en Francia. Muchos de los personajes de Polanski viven en el encierro, sufren crisis de identidad o sencillamente la pierden en su vivir atrapados entre paredes, reales e irreales, aquellas que construyen frente a la amenaza. De igual forma, los muros resultan fuertes y consistentes, tanto que no pueden salir sin destruir y sin resultar heridos. Decía Stuart Mill que <<la sociedad puede ejecutar, y lo hace, sus propios mandamientos; y si dicta mandatos errados en lugar de razonables, o mandatos que se entrometen en cosas en las que no debería mezclarse, lleva a la práctica una tiranía social más formidable que muchas clases de opresión política, porque, si bien no se apoya en sanciones tan excesivas, deja muchas menos vías de escape, penetra más en los pormenores de la vida y llega a esclavizar incluso el alma>>. La tiranía social, unida a la intromisión en privacidad del individuo, la sufre el inquilino respecto a sus vecinos, pero también en relación a un espacio que lo minusvalora o rechaza por ser extranjero, aunque sus papeles lo confirmen ciudadano francés. Esto se descubre en varios momentos del metraje, pero la escena donde adquiere mayor surrealismo institucional es durante el careo que el protagonista mantiene con el agente de policía que lo califica de alborotador, sin darle opción ni credibilidad a las palabras de un hombre para quien ya no hay escapatoria. El personaje busca apartamento y encuentra uno en un viejo edificio, solo que aún tiene inquilina, que convalece en el hospital tras su intento de suicidio. De la suerte que corra la paciente, correrá la suya. Se comprende desde el primer momento que así será, que acabará perdiendo su identidad y asumiendo la de la mujer que saltó por la ventana. Un chocolate que no pide, un paquete de tabaco que sustituye a su marca habitual o una mirada hacia el lugar donde ella se estrelló, muestran las mismas experiencias, las que él vive desde que entra por primera vez en el edificio y en la cafetería cercana. Posiblemente acabará igual que ella, aunque, para llegar a tal extremo, primero sufre la presión vecinal, tan constante y castradora que provoca su temor y su consecuente paranoia. El quimérico inquilino es uno de los films más inquietantes de Polanski, quizá no de los más sonados ni alabados, pero sí de los más perturbadores, aunque el propio realizador reconociese que quizá la transformación del protagonista resultase demasiado precipitada. Puede, pero ¿la locura avisa? ¿Se da un tiempo? ¿O puede que ya estuviese gestándose en ese hombre tímido mucho antes de llegar al apartamento donde sufre o experimenta su metamorfosis? En su día a día, en la cotidianidad de la que podemos hacernos una idea, una hiriente en la que apenas cuenta y en la que la soledad le persigue, puesto que si fuera al revés no sufriría como sí lo hace en silencio. Si no, ¿por qué acude a visitar a la suicida o por qué siempre se muestra tan sumiso e impersonal?
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