miércoles, 18 de enero de 2012

Psicosis (1960)


  

Capaz de captar el interés del público desde los títulos de crédito iniciales de sus películas, Alfred Hitchcock jugaba con el espectador al tiempo que le ofrecía la posibilidad de disfrutar con tramas en las que guiaba y desviaba su atención, a la espera de introducir sus obsesiones, gustos y fobias, su humor negro y otras intenciones, con giros argumentales o sorpresas como las que introduce en determinados instantes de Psicosis (Psycho, 1960). En sus conversaciones con François Truffaut, el cineasta británico comentó a propósito de esto que <<la construcción de esta película es muy interesante y es mi experiencia más apasionante como juego con el público. Con Psicosis, dirigía a los espectadores, exactamente igual que si tocara el órgano>>, quizá esta frase explique por qué Psicosis es uno de sus largometrajes más populares e inesperados, en cuanto a su desarrollo, y más sorprendentes en su tramo final, pero las palabras del realizador inglés no aluden a la ruptura narrativa que el “juego” propuesto significó con respecto al supuesto clasicismo de sus anteriores títulos. Más inquietante, atrevida y oscura (de ahí su elección del blanco y negro de su fotografía), Hitchcock alargó de forma deliberada la introducción y su voyeurismo, el del público y el de la cámara que se cuela en la habitación del hotel donde Marion (Janet Leigh) y Sam (John Gavin) acaban de mantener relaciones sexuales; tras las cuales discuten sobre su presente compartido y ocultado. Avanzado el metraje, el voyerismo, constante en su filmografía, se explicitará sin disimulo en otra habitación, cuando Norman Bates (Anthony Perkins) observa a esa misma mujer desnudarse inconsciente de ser observada.


La conversación descubre la insatisfacción de Marion en su relación clandestina, no hay duda al respecto: le genera un conflicto moral y sentimental. Consecuente a su estado emocional, se muestra tajante cuando le dice a Sam que, a partir de ese instante, o se ven igual que hacen las demás parejas o todo habrá acabado entre ellos. Este encuentro da pie al MacGuffin empleado por Hitchcock, un cebo que carece de importancia significativa, pero que sirve para poner en marcha el suspense y la tensión que irán creciendo hasta alcanzar su apoteosis en la mítica secuencia del asesinato de la joven. La introducción insiste en mostrar como los cuarenta mil dólares que la rubia hitchcockiana ha sustraído de la oficina donde trabaja le ofrecen la (falsa) posibilidad de empezar una nueva vida al lado del hombre a quien ama. Como consecuencia de ese robo y por ese futuro deseado e imposible huye de la ciudad. A continuación, reaparece otra característica que se repite dentro del universo del director británico: la imagen de la policía como elemento represivo en la mente de sus personajes, idea que báscula entre el sometimiento del sujeto y control ejercido por el orden establecido, que se traduce en la pantalla en la tensión que genera el policía que descubre a Marion durmiendo en el arcén de la carretera. Este encuentro desvía una vez más la atención del espectador hacia el dinero robado, que se reafirma como falso hilo argumental cuando el mismo agente se planta enfrente del concesionario donde la fugitiva pretende deshacerse de su automóvil. El hecho en sí, unido a los pensamientos que la dominan, convencen a la protagonista para regresar y restituir el dinero; pero antes de poder hacerlo debe protegerse de la tormenta que le sorprende en la carretera.


¿Quién en su sano juicio no se detendría en un hotel o un motel para pasar una noche como esa, sobre todo tras su encuentro con el policía? Marion entra en la recepción del Parador Bates, donde un joven amable le ofrece la habitación número 1, además de una invitación para compartir su cena. No obstante, la rubia de
Hitchcock escucha como la madre del recepcionista se enfada y le recrimina el que haya invitado a la joven. Este momento sirve para introducir a la madre autoritaria, otra presencia constante a lo largo de la filmografía del cineasta, aunque en esta ocasión en su máximo exponente, ya que se trata de una madre que maneja a su hijo, dominando su mente y sus actos, más allá de lo mostrado en otras de sus películas. En esta primera parte la tensión nace, crece y alcanza su clímax ante la sorpresa de un espectador que no se espera la violencia hiperrealista que se desata en la impactante escena de la ducha, donde, en menos de un minuto, se produce el desenlace que crea la atmósfera de amenaza que ya no abandona Psicosis hasta su final. A partir de este secuencia, compuesta por unos setenta planos y potenciada por la impagable composición musical de Bernanrd Herrmann, la trama se queda huérfana de su personaje principal, por lo que la historia se reconstruye alrededor de la figura de Norman Bates, quien acapara las simpatías y el interés que poco antes correspondían a la protagonista, que, inesperadamente, ha dejado de serlo para obligar al público a identificarse con el joven interpretado por Anthony Perkins, de quien no se espera que, tras su timidez y delicadeza, sufra el obsesivo desequilibrio de identidad que se vislumbra en una de las ventanas del viejo caserón donde comparte existencia con su madre
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