Nunca pasa nada es un título perfecto para la historia que Juan Antonio Bardem quiso contar, una historia de frustración, soledad, apatía y claudicación ubicada en un pueblo de provincias, Medina del Zarzal, que podría ser cualquier población de similares características, donde la existencia de sus habitantes resulta monótona, aburrida y dominada por unos prejuicios que les condena al estado que se descubre tras la llegada del autocar en el que viaja Jacqueline (Corinne Marchand) y la compañía de revista para la que trabaja. La estancia forzosa de Jacqueline en el hospital donde es intervenida por el doctor Enrique (Antonio Casas) da rienda suelta a chismorreos que desvelan la miseria y la ignorancia que habita en las mentes de quienes la menosprecian por el hecho de dedicarse al mundo de las variedades. La presencia de esta víctima de la apendicitis fue aprovechada por J.A.Bardem para realizar un estudio crudo y realista de las costumbres que se descubren en los vecinos de poblaciones como Medina, donde las vidas se consumían dominadas por una moralidad rígida, que se presumía perfecta, y que sin embargo resultaba menos moral de lo que se pretendía. Nunca pasa nada se centra en las frustraciones que aparecen ante anhelos incumplidos como consecuencia del conformismo y de la falsa idea de mantener una imagen externa que nada tendría que ver con los deseos y pensamientos que dominan a seres como Juan (Jean-Pierre Cassel), Enrique o la esposa de éste, Julia (Julia Gutiérrez Caba). Juan es el profesor de francés del instituto del pueblo, su juventud y su sensibilidad literaria le distinguen del resto de sus paisanos, advirtiéndole de que todavía tiene la oportunidad de escapar de la desidia a la que podría condenarse si permanece en Medina, la misma que le convertiría en un reflejo del doctor Enrique o de Julia, dos seres desencantados que no encuentran sentido a sus vidas. A pesar de no compartir el revuelo que ha generado la aparición de la actriz, Juan parece no atreverse a dar el paso definitivo que le alejaría de un entorno donde las habladurías y la falta de talento dictan los comportamientos de aquellos que le rodean. Así pues, Juan podría ser una imagen de la juventud perdida de Enrique, el personaje más desequilibrado (atormentado) de Nunca pasa nada, pero quizá también el más valiente (y derrotado), pues su miedo a envejecer y a no haber aprovechado el tiempo le impulsan a realizar un acto desesperado, que no es otro que aferrarse a la imagen de Jacqueline como promesa de una vida distinta en la que pueda sentir algo más que la conformidad y el paso de los años. De este modo se produce una especie de retención del tiempo, una falsa sensación que le obliga a tener a la actriz bajo una vigilancia constante, disculpando su comportamiento con la excusa de que se trata de una paciente; sin embargo, es el deseo el que le obliga a actuar de un modo desesperado que aumenta la distancia que le separa de Julia. Enrique y Julia únicamente comparten un espacio físico, asumiendo el papel de matrimonio perfecto que a ninguno llena, cuestión que ambos conocen, pero que no aceptan hasta la llegada de Jacqueline. Julia vive en un estado de infelicidad constante, caracterizado por sus silencios ante las habladurías que no comparte o por el distanciamiento con un marido que sabe que no ama. La sumisión ante cuanto la rodea ha marcado su comportamiento hasta el instante en el que escucha las murmuraciones acerca de Enrique y Jacqueline, así como parece recuperar parte de su autoestima cuando escucha la tímida declaración de amor realizada por Juan; no obstante, su decisión de abandonarlo todo y comenzar de nuevo no sería más que una explosión que cederá ante la aceptación de que nunca pasa nada. Así pues, Jacqueline sería el detonante-excusa para un despertar pasajero en las vidas de estos seres que forman parte de una sociedad dentro de la cual han asumido roles que ellos mismos han creado y aceptado como una condena de la que no pueden escapar.
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