<<He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí? Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros. Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca.>>
Stefan Zweig. Carta de una desconocida
Stefan Zweig. Carta de una desconocida
La breve narración de Zweig inspiró una de las grandes obras cinematográficas de Max Ophüls, su segunda película estadounidense y, a primera vista, la más personal de su estancia en Hollywood, una que reúne las características que llevaría al límite de lo excepcional en la parte final de su carrera. Su estilo y sus personajes, atrapados entre la ensoñación y la realidad, encuentran sentido en una frase que la romántica protagonista de Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) escribe a su ser amado e idealizado. El fantasma de Lisa Berndle (Joan Fontaine), pues eso es ella en su carta de presentación y de despedida, recuerda el último encuentro con Stefan (Louis Jourdan) y escribe sobre la casualidad y la vida, dice que <<cada segundo está medido, cada paso tiene su porqué>>. En el cine de Ophüls no hay lugar para lo casual y <<cada segundo está medido, cada paso tiene su porqué>>. Sus imágenes responden a un sentido narrativo y cinematográfico calculado de antemano con mimo. Transforma lo artificioso y artificial en fluido y armonioso, de ahí que su puesta en escena y los movimientos de su cámara no sean pedantes ni caprichosos, no hay exhibicionismo gratuito ni presunción, son pura elegancia. La narración y la cámara de Ophüls armonizan con los movimientos de los personajes (más que seguirlos, la cámara los acompaña) en los espacios donde viven el amor y el desamor. Viven y son entre lo real y lo imaginado, fruto de la fantasía y de la experiencia, como esas las líneas donde la desconocida evoca recuerdos de una vida dedicada y sometida al amor y a la certeza de su inexistencia o la existencia negada por el ser amado e idolatrado. Con maestría y sensibilidad, el cineasta centroeuropeo transmite la ilusión de la protagonista, incluso cuando la transforma en la tragedia de quien nunca pudo olvidar aquel primer y único amor que ella misma encierra en las cuartillas donde habita y es, pues no existe otro lugar para Lisa. Su carta habla por ella, se sincera por ella, y también funciona como espejo que enfrenta al destinatario con su propia personalidad, con su egoísmo y su vacío, con su imposibilidad de amar más que a sí mismo y al amor que no le exija entregarse a otros. En el relato literario, la remitente repite que no reprocha ni se arrepiente y, sin embargo, la carta en sí misma es al tiempo una confesión de dolor, una declaración de amor y un reproche a la indiferencia de R. Ella lo acusa de forma indirecta, y reitera la incapacidad del lector de entregarse al ser amado; amándolo desde siempre y para siempre, lo acusa de negarle la existencia. Para el destinatario, la mujer no existe y, tras la lectura, solo podrá existir como el vacío que siente que ya nunca podrá llenar. Al contrario que Zweig, Ophüls ofrece a Stefan una posibilidad de redención, aunque esta conduzca (o quizá precisamente sea redeción porque conduce) a la muerte. Se la ofrece en forma de duelo al amanecer, uno que el protagonista inicialmente no pretende aceptar, pretende escapar como ha hecho durante toda su vida. Stefan entra en casa, allí le aguarda su mayordomo y le entrega la carta donde asoma el fantasma que va cobrando forma con cada línea, con cada imagen; del mismo modo que se va confirmando la imposibilidad del amor para él. Esto queda patente desde el primer momento del film, cuando se presenta a Stefan como un hombre sin honor, derrotado y cansado, alguien que pretende huir del duelo al que ha sido retado, y sin duda alguien que siempre ha huido, incluso de sí mismo, de ahí que solo reconozca y se reconozca gracias a la carta. Mediante las letras descubrirá el motivo de su propio fracaso, aceptando un destino con el que pretenderá asumir su responsabilidad en la trágica existencia de la desconocida que pudo haber cambiado su vida. La historia de Lisa está escrita en esos folios que lee en soledad, pero en su compañía, pues su presencia cobra cuerpo en la explicación de quién es y por qué le escribe precisamente a él. Como la mayoría de las protagonistas femeninas de Ophüls, esta joven se encuentra atrapada y se le niega la felicidad; al menos la que ella soñaría cuando descubrió sus sentimientos hacia su nuevo vecino. Lisa vivía su adolescencia como cualquier otra chica de su edad y condición cuando apareció aquel pianista, el mismo que en el presente lee la misiva; pero desde el primer momento que observó al compositor su corazón dejó de pertenecerle. Tras cuatro años en Linz, ciudad a la que se trasladó, sin desearlo, después del segundo matrimonio de su madre (Mandy Christians), Lisa regresó a Viena dejando todo tras de sí, porque sabía que en la capital austriaca podría volver a ver a Stefan, y con suerte conocerle. Un buen día, el pianista la descubrió observándole y, como buen mujeriego que era, no dudó en abordarla e invitarla a cenar; porque esa chica prometía y por eso se vieron durante algún tiempo. Lisa vivió un breve lapso de felicidad, en el que se mostró plena, dichosa y alegre ante la suerte de alcanzar su sueño de amor; sin embargo, la fugacidad de los buenos momentos se materializó cuando Stefan le informó que debía partir hacia Milán, con la promesa de que regresaría en dos semanas, que de un golpe se convirtieron en diez años de separación. No obstante la desgracia de Lisa se suavizó gracias al nacimiento del fruto de aquel amor, fugaz para él y eterno para ella, un niño a quien llamó Stefan en recuerdo de su padre, el mismo a quien no quiso acudir a pedir ayuda, porque ella deseaba ser la única mujer que no le exigiese nada. Elegir entre su hijo y su corazón debió resultarle duro, y así traicionó a sus sentimientos, accediendo a contraer matrimonio con Johann Stauffer (Marcel Journet), un hombre al que no amaba, y que no podría ocupar en su corazón el lugar reservado para el pianista, pero que podría dar un apellido a su hijo. Un nuevo encuentro con el pianista marcaría un nuevo rumbo, una nueva esperanza y un gran fracaso, pues Stefan Brand no la reconoció cuando se encontraron frente a frente; pero para Lisa esa cuestión careció de importancia (al menos en un primer momento), porque ella seguía enamorada.
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