sábado, 18 de mayo de 2019

La caza (1965)


La década de 1960 fue testigo del nacimiento de El cochecito (Marco Ferreri, 1960), Viridiana (Luis Buñuel, 1961), las berlanguianas Plácido (1961) y El verdugo (1963), Nunca pasa nada (Juan Antonio Bardem, 1963), El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964), ambas de 
Fernando Fernán Gómez, y El camino (Ana Mariscal, 1963), y, aunque resultaba en extremo complicado realizar cine personal y películas que reflejasen realidades humanas y sociales de la época, las hubo y es, quizá, hasta la fecha, el decenio más brillante y creativo de la cinematografía española. A los nombres de Buñuel, en un retorno tan breve como magistral y contundente, Berlanga o Fernán Gómez se unían los miembros del "nuevo cine", cuya punta de lanza la encontramos en Carlos Saura y Los golfos (1959). Durante aquellos años vieron luz La tía Tula (Miguel Picazo, 1963), Young Sánchez (Mario Camus, 1963), La busca (Angelino Fons, 1966) o Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1965), apareció El buen amor (1963) de la mano de Francisco Regueiro, Manuel Summers pintaba Del rosa... al amarillo (1963) y en Barcelona despertaba la Escuela de los Jordá, Esteva o Portabella. Fue en ese decenio cuando Saura se encontró con el productor Elías Querejeta y pudo realizar su famosa parábola cinematográfica sobre la violencia humana y sobre el pasado que ahoga el presente de un país donde el cine, al igual que otros medios, se las tenía que ver con la censura, que, en este caso concreto, sin ser consciente de lo pretendido por el cineasta aragonés, se detuvo en prohibir el empleo de "guerra civil" y en eliminar "del conejo" del título inicialmente propuesto. Gracias a la ignorancia censora, La caza (1965) obtuvo un título más afortunado, mas fuera uno u otro, continuaría siendo una de las aportaciones más representativas y conocidas de ese periodo de esplendor, sí, de esplendor, y no exagero, porque, omitiendo el cine de consumo de la época -existente en cualquier época y cinematografía-, las películas que lo componen son grandes obras, cuando no maestras. El film de Saura transcurre en una sola jornada de cacería y, metáfora aparte, tiene la virtud de disfrutarse como un instante cinematográfico de tensión creciente, imparable, en un espacio abierto, pero opresivo, donde el calor, mucho calor, remite al ambiente humano que se caldea y que a nosotros nos quema al observarlo a través de la más que cálida, abrasadora fotografía en blanco y negro de José Luis Cuadrado. <<Nos estamos asando vivos, aquí encerrados>>, dice Jose (Ismael Merlo), pues eso es lo que nos trasmite, brasas y encierro, brasas que todavía arden en el interior de los protagonistas y el encierro en el que viven, y del cual no pueden huir, salvo quizá Quique (Emilio Gutiérrez Caba), pero esta sería otra historia por venir. La caza es al tiempo física y anímica, abstracta y telúrica, juega con el realismo de sus imágenes, con el predominio de los planos cortos, para alcanzar el subjetivo: la mirada de Saura. Para ello el espacio resulta fundamental, los rostros y cuerpos sudorosos que la cámara recorre mientras se insertan pensamientos y sueños, quizá pesadillas; la carga y descarga de las armas que se disparan, la metáfora de la caza del conejo que remite a la violencia del hombre sobre el hombre, a la humillación del fuerte sobre el débil, y a la rebelión de este, a la sumisión del criado frente al amo, caso de Juan, el vigilante ante la presencia de los cuatro cazadores. Los sonidos de la naturaleza, la música de la radio, las voces de los pensamientos humanos, el paisaje desolado y las rocas agujereadas por la metralla de una guerra que no puede ser pronunciada, el esqueleto del soldado que Jose muestra a Paco (Alfredo Mayo), las lecturas futuristas con las que Luis (José María Prada) se evade e identifica con el presente, el uso de la fotografía y del montaje, agudizan la sensación de claustrofobia, salvajismo, primitivismo y rabia que anidan en el interior de los tres personajes que comparten un pasado común y una sensación incómoda, de malestar, de desvarío que se adueña del lugar por donde caminan o descansan, un espacio árido en verano y blanco en invierno, pero siempre inhóspito, que va calando en ellos, o puede que sea al contrario, de igual modo que lo hace el alcohol, los recuerdos del pasado y los recelos que despiertan en ese ahora común, que no comparten, un ahora de cacería que posibilita este crudo, furioso y pesimista estudio de la naturaleza humana.

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