sábado, 4 de mayo de 2019

Marcelino, pan y vino (1954)


A menudo pasamos por alto el contexto histórico durante el cual se produce una película, o permitimos que la época nos confunda a la hora de plantearnos qué muestra y qué oculta, si es que oculta un fondo bajo la superficie de lo políticamente aceptado por el orden y las modas establecidas en su momento. Una confusión similar existiría para el público de la propia época, que pasaría por alto o no, de manera consciente o involuntaria, algunos temas que introdujeron las películas proyectadas. Esto me conduce hasta el título emblemático del cine confesional rodado en la España franquista. Se trata de la exitosa Marcelino, pan y vino (1954), una película en apariencia acorde con el nacionalcatolicismo dominante, pero ¿y si Ladislao Vajda expuso algo más que ideas aceptadas o sometidas al orden establecido? ¿No ocultaría Vajda en su película aspectos que nos son velados por el manto de ternura con el que la cámara arropa al protagonista infantil y a sus doce padres? Probablemente en su momento, y quizá hoy, la interpretación que voy a realizar del film de Vajda habría sido calificada de subversiva, aunque no pretendiese ser irrespetuosa ni imponerse a cualquier otra.


Al referirse a Marcelino, pan y vino, lo habitual por aquel entonces sería catalogarla dentro de lo que ahora llamamos cine confesional, también conocido como religioso, —Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1950) sería un primer ejemplo—, e incluso dentro de un cine infantil español que tendría aquí su origen, en la figura protagonista de Marcelino (Pablito Calvo). A mí, ni me parece lo uno ni lo otro, quizá por mi intención de darle una vuelta de tuerca, aunque el giro sea mínimo. Para ello dejaré los milagros aparte y me centraré en el aspecto humano que se escode detrás de la leyenda, pues, al fin y al cabo, eso es lo que vemos en la pantalla, y no deberíamos olvidarlo, como probablemente sí olvidaría parte del público de aquellos años. La exposición de Vajda no duda en recalcar que estamos ante una historia que, pudiendo tener cierta base real, se ha transmitido de padres a hijos y que el tiempo se ha encargado de transformar en mito; el mismo mito que, al inicio de la película, pone en movimiento a la práctica totalidad del pueblo, que marcha en procesión uniforme hacia el monasterio donde vivía el niño y los doce franciscanos que lo cuidan desde bebé. En ese instante presente, antes de que las imágenes nos trasladen a un pasado inexistente, salvo en el imaginario religioso-popular y en la mente del fraile interpretado por Fernando Rey. Este camina en dirección contraria a la multitud, pues él acude a la casa donde convalece la niña que será la oyente de su historia, aquella que poco después veremos en la pantalla. Aunque, más si cabe, el religioso la narra para que la escuchen los padres, quizá para que acepten la más que probable muerte de la pequeña con resignación, sin reproches e incluso con la alegría de saber que su hija subirá al cielo, al lado de Marcelino. Poco consuelo sería este para ellos, pero guardan silencio, se someten y escuchan al monje, que, de ese modo, se convierte en el narrador omnisciente del retroceso temporal que nos aproxima un tema recurrente en las películas que Vajda filmó durante la década de 1950: el universo infantil, no uno idílico y a salvo, sino uno en peligro frente al mundo adulto, frente a sus ideas, miserias, carencias y obsesiones, que unidas nos proporcionan un retrato nada amable de la época.


Más que la historia del niño, contemplamos la de su soledad y la de la necesidad que su entorno proyecta en él. De tal manera, la madre ausente, que nunca ha conocido e inicialmente no necesita llenar la ausencia, simplemente porque no existe, cobra cuerpo en su encuentro con la madre (Isabel de Pomés) que se cruza en su camino y le concede ubicación espacial a partir de las palabras de las figuras paternas, germen de una idea: su madre y la de los frailes están en el cielo. El niño lo interpreta como si ese lugar fuese tangible, un donde al que llegar como quien se acerca al pueblo vecino. La idea de su madre nace y
 se agudiza al tiempo que lo hace la de tener amigos de su edad: el ser un niño entre niños y ser como los demás niños. El monasterio no le proporciona esa sensación, la elimina y por ello se inventa a Manuel, su amigo imaginario, que mitiga su soledad, aunque no logra que desaparezca. Para Vajda o para el cine de Vajda, la infancia es víctima inocente, y todas sus películas con niños protagonistas nos remiten a la misma idea, ya sea en el deambular por la marginalidad de Pepote en Mi tío Jacinto, en la estancia entre monjes de Marcelino, pan y vino, en las aceras de Un ángel paso por Brooklyn o en una gasolinera aislada y ubicada en un cantón suizo en El cebo. Ya no se trata de realizar una crítica a este o aquel sistema, sino a una generalidad que golpea a cualquier figura inocente, pues, el mundo expuesto por el cineasta de origen húngaro no es luminoso, como podría parecer a simple vista. Es un entorno con oscuros y pocos claros, que muestra a la infancia como una isla en el tiempo y el espacio, una isla que remite directamente a la figura de Marcelino, a su aura inocente, a sus travesuras, a la revolución que pretende y representa, aquella que libera a los monjes del sometimiento al orden, pero que no puede liberarlo a él, y aquí es donde se oculta ese algo que se desvela en la parte que, como público, descubrimos, omitimos o intuimos desde la aparentemente amable, pero sombría mirada del cineasta de origen húngaro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario