jueves, 2 de mayo de 2019

El camino (1963)



La primera novela que leí de Miguel Delibes pudo haber sido otra cualquiera y, sin embargo, fue El camino (1950), pero más que una lectura resultó ser un regalo que me descubría su sencillez narrativa, la misma que, desde entonces, he ido disfrutando a lo largo de los años en muchos otros títulos imprescindibles del escritor vallisoletano. Sin duda El camino es uno de ellos y, aunque no fue su primera novela publicada, tal honor recae en La sombra del ciprés es alargada (1947), sí fue la primera que alguien se atrevió a adaptar a la pantalla. Lo hizo una actriz y cineasta que, inconformista con su tiempo, había debutado tras las cámaras en Segundo López, aventurero urbano (1953), cumbre de aquel neorrealismo cinematográfico español que pudo ser en unos pocos films y que no fue posible generalizar durante el franquismo. Productora, guionista y directora, Ana Mariscal hizo suyas las páginas y los diálogos escritos por Delibes pero narrando la historia de Daniel, el Mochuelo, (José Antonio Mejías) en tiempo presente, días antes de que este niño de once años parta hacia la ciudad donde cursará siete años de bachillerato y después, quizá, otros tantos en la universidad. Es el progreso y es el camino que su padre (Antonio Casas) le ha escogido, aunque no el pretendido por el niño en ese instante de su vida, que en la novela transcurre durante la noche anterior a su viaje. Su padre ha trazado ese y no otro porque desea para su hijo (como proyección de sí mismo) algo más que ser un quesero honrado y pobre, con las uñas ennegrecidas por la mugre y sin más futuro que el de verse esclavizado por un trabajo que no depara mayor bienestar y beneficio que la carestía cotidiana en la que vive su familia. A partir de la figura del Mochuelo, Delibes realiza un entrañable y lúcido retrato de la aldea, de sus habitantes, de las costumbres y hábitos, de los convencionalismos y de los prejuicios morales que asoman en un espacio donde la importancia de la Iglesia y de religiosidad son inherentes al día a día, durante el cual compartimos la inocencia y la amistad que une a Daniel, el Mochuelo, a Roque, el Moñigo, (Ángel Díaz) y a Germán, el Tiñoso (Jesús Crespo), tres muchachos que apenas guardan aspectos comunes entre sí, salvo sus cortas experiencias vitales, para ellos principio y fin, sus correrías compartidas y su despertar a la vida. El retrato de la infancia de Daniel y de su entorno, lo hereda Ana Mariscal y lo transforma en las imágenes cinematográficas, también sencillas y humanas, a veces tiernas, otras cómicas, en momentos puntuales cínicas con el orden aceptado y siempre costumbristas. La cineasta mira con ternura a la infancia, aunque esto no le impide ironizar sobre el entorno adulto que la cámara capta para mostrar la cotidianidad de la aldea, o la de cualquier pueblo de aquella España, de su herrero, del párroco, del maestro que se impone a golpe de regla o del grupo de beatas y a la vez chismosas que censuran a cualquier miembro de la variopinta e inolvidable fauna de personajes que asoman por este ejemplar film coral, una película que, más allá del costumbrismo, introduce su sutil e irónica critica a la censura y a la moral sobre la que se sustenta. Y qué mejor que escoger a la Guindilla mayor (Julia Caba Alba) o a las Lepóridas para que asuman el rol censor en las proyecciones cinematográficas con las que don José (Joaquín Roa), el cura, que era un gran santo, pretende mantener al pueblo alejado de las tentaciones que cada domingo se presentan en la taberna o en el bosque. Ese instante cinematográfico, que la directora aprovecha para proyectar 
Segundo López, aventurero urbano, evidencia desde el humor la intolerancia de los censores del cine español, representantes del orden que Mariscal, actriz famosa durante el franquismo, no duda en caricaturizar en las beatas y que alcanza su máxima expresión en la Guindilla mayor, cuando esta deambula linterna en mano por la nocturnidad del bosque a la caza de parejas en pecado mortal. Pero El camino también es el despertar al primer amor, no solo al de Daniel cuando idealiza a la Mica (Mary Paz Pondal), la hija del Indiano, sino de la pequeña Mariuca-uca (Maribel Martín), que hace lo propio con el Mochuelo, e incluso el despertar al amor de las Guindillas, la menor deshonrada a ojos de la moral establecida y la mayor frente a su primer beso con un hombre. Todo la película es un retrato entrañable de una época y del valle de donde Daniel no quiere alejarse porque esa tierra entre montañas es su mundo, el de sus amigos, el de la gente que conoce y el que ha llenado cada recuerdo que, mediante su narrador, Delibes rememora el víspera de la partida a la ciudad y que Mariscal expone desde la linealidad temporal que concluye con una triste despedida y un quizás esperanzador adiós.

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