jueves, 23 de mayo de 2019

Memorias de África (1985)



Imagino a Henry Miller escribiendo unas hipotéticas memorias de África. Sus recuerdos no rehuirían el mal olor, el sudor, las moscas, la descomposición, los transmitiría entre honestos, intestinales, encendidos e hirientes. El espacio sería descrito sin flores y sin adornos banales, y en dicha ausencia también describiría a sus gentes. No tendría inconveniente a la hora de señalar defectos, propios o extraños. Escribiría contundente, alterado, pero nunca desde el cliché. La descripción de sus recuerdos sería visceral y alucinada, sin medias tintas, ni aromas que disimulasen cualquier rastro de putrefacción ni de furia interior. Probablemente sería desagradable y seguro que sincero, dentro de la sinceridad de alguien consciente de que la imagen del pasado vive en la alteración de la memoria en el presente. Este ejemplo, aproximado o no, de las nunca existentes memorias africanas de Miller se contrapone con los recuerdos que dan pie y engloban la totalidad de Memorias de África (Out of Africa, 1985) —basada en el libro autobiográfico de Karen Blixen—, imágenes del pasado que Karen (Meryl Streep) ha ido idealizando con el trascurrir de los años, imágenes que huyen de cualquier podredumbre física y moral, y de cualquier rastro de materia orgánica que puedan alterarlas. No hay ardor ni hedor, tampoco entusiasmo y cualquier reminiscencia del dolor sufrido ha sido suavizada o desterrada al olvido. Resulta indiferente que nos hable de su sífilis, de su estéril vida marital con el barón interpretado por Klaus Maria Brandauer o de la pérdida de su plantación de café; no existe conflicto posible porque se ha borrado en su presente. Ya no recuerda más que la idealización de aquel momento de su vida y, sus palabras, más que transmitir emociones, acceden al estado ideal, al espacio inexistente y al hombre idealizado, modelo de perfección.


Por momentos, esta decisión de distanciarse de lo terrenal para acceder al cielo —al intangible donde se desarrollan los amores indestructibles de las grandes películas de Frank Borzage— deriva en la superficialidad que James Cameron llevaría a su extremo cursi, y ridículo, en Titanic (1997). De haberlas visto, sería más que probable que ambas películas revolviesen las tripas de Miller, igual que sus memorias revolverían la de otros. Lo que está claro es que tanto el film de Cameron como el de Sydney Pollack surgen de recuerdos de dos mujeres que vivieron amores que no pueden olvidar en su presente, o quizá sí los hayan olvidado, al menos la parte real que, con el paso del tiempo, han adornado en sus pensamientos, desde los cuales introducen las historias que narran. Pero aun siendo sensiblera y engañosa, a diferencia de TitanicMemorias de África se mantiene fiel al marco que establece desde su inicio: la idealización de su protagonista, cuya voz rememora una y otra vez que <<tenía una granja en África...>>, aunque, si cambiamos algunos detalles del paisaje y de sus gentes, su granja bien podría ubicarse en China o en Marte, pues esa granja solo existe como el abstracto al que se aferra, aquel que recuerda como el momento de su liberación, de formar parte de un algo que considera suyo, puede que por primera vez, un algo que le permite escapar de la rutina, de las barreras de su época, y posibilita el amor que idealiza en Dennis (Robert Redford), con quien mantiene una relación intermitente que ella desea retener y mantener sin separaciones del amado que le descubre aspectos de la vida que ignoraba hasta entonces. Dennis es el puente que permite el paso del mundo real a la ensoñación que se va apoderando de la pantalla a lo largo de las dos horas y media que Pollack rellena solo en su superficie, con la hermosa fotografía de Kenya, con la partitura musical de John Barry y con una historia de amor que no esconde su falta de aquello que Miller llamó la sal de los clásicos: su honestidad. Puede que exista un algo mágico, estimulante, emocional en la película que a mí se me escapa, quizá si Dennis hubiera sobrevivido nos contaría algo distinto, algo quizá más cercano a lo expuesto por David Lean en Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), aventura colonial en la que espacio, música, fotografía y personajes se encuentran al servicio del tema que el cineasta británico pretende contar, lo cual nos ofrece la sensación de vida y de que cuanto narra solo podría acontecer en suelo hindú, y nunca en otro lugar.

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