viernes, 3 de mayo de 2019

El autor (2017)


En sus anteriores películas, 
Manuel Martín Cuenca se decantó por el género documental y por dramas intimistas y complejos, cuyos protagonistas, atormentados en su silencio y su soledad, se mantienen a distancia de la realidad circundante. Se trata de personajes que viven en el vacío que en El autor (2017) cobra ironía malsana en su personaje principal, que apenas se distancia de otros protagonistas del responsable de La flaqueza del bolchevique (2003), al menos no lo hace en su individualidad aislada en un entorno donde, en su caso, inicialmente no encuentra acomodo. Álvaro (Javier Gutiérrez) también tiene una obsesión, una meta o finalidad, la de convertirse en novelista, solo que no sabe cómo, o quizá no tenga el talento, la personalidad ni la creatividad suficientes para lograrlo. Esa es una cuestión que pone en duda cuando decide seguir al pie de la letra las indicaciones de su profesor (Antonio de la Torre) en el taller literario adonde acude desde tres años atrás. Ceñirse a la realidad, hablar sobre ella, sobre aquello que conoce, siente, experimenta en sí mismo u observa en la cotidianidad de la calle. Esa es la indicación y, a partir de ella, el aspirante a novelista descubre que manejando a personas de su entorno puede obtener personajes creíbles y una buena historia, una que transmita verdad. Dicha verdad es la exige su mentor en un arrebato de ira, impotencia y frustración, como también repite la importancia de la veracidad cuando se reúnen y por primera vez alaba el texto de su alumno, sin ser consciente de la manipulación emprendida por este. La aceptación del profesor da nuevos bríos a un personaje que supera el rol de simple manipulador, pues se trata de un individuo que, más allá de la manipulación, refleja el comportamiento que puede descubrirse en cualquier entorno social que aplaude o abuchea los resultados, ningunea y minusvalora el proceso, los métodos y los medios, que en definitiva valora el fin en sí mismo. Asumiendo esto, el autor abandona su mediocridad para convertirse en una especie de maestro de marionetas o de sombras chinescas, olvidándose de cuestiones éticas y morales, que tira a la basura junto a su vida previa, aquella en la que se descubre engañado en su matrimonio y atrapado en un cubículo que comparte con su compañero de trabajo.


Álvaro se libera, adquiere y afianza su personalidad individual, cuando comprende que en su mano está el alcanzar aquello que se ha propuesto; de modo que pasa de sujeto pasivo a ser agente activo, que hace y deshace la vida de cuantos se encuentra en su punto de mira (y sin ser consciente, la propia). Si el lacónico modisto de
Caníbal (2013) sacia sus necesidades y mal llena sus carencias y su desequilibrio con los asesinatos de mujeres a quienes después ingiere, el escritor de El autor sacia su hambre con el vouyeurismo —sustituye la cámara fotográfica empleada por el convaleciente de La ventana indiscreta (The Rear Window; Alfred Hitchcock, 1954) por la grabadora de sonidos de su teléfono móvil— y la manipulación, más que con la escritura, aunque esta sea la esencia que le mueve hacia la amoralidad creciente que observamos a lo largo de su maduración creativa y personal, ya que se trata de eso, del proceso de creación de la personalidad de un artista, de su nacimiento y de su maduración, un proceso que Martín Cuenca satiriza en el protagonista, quien solo vive para lograr su fin, quizá destructivo o puede que para él constructivo, ya que reniega de su insatisfacción previa, rompe con las cadenas de lo establecido por una sociedad de doble cara -la oculta y la proyectada- que inicialmente no lo tiene en cuenta. En ese instante de soledad, en su nuevo apartamento, desnudo frente a la pantalla del ordenador y despojado de cualquier posible conflicto ético, ya solo cabe alcanzar la escritura ideal, aquella que pide —<<dame una escena>>— sin saber todavía cuál es, ni si existe, pero que intuye o ha intuido a partir de los consejos de su profesor, pautas que, de igual, menor o mayor, valía que otras, Álvaro hace suyas; son su nuevo credo, su renacer y su nuevo enfoque vital dentro del edificio que se convierte en su reino de mentiras y manipulaciones. Si a primera vista, podría parecer que con El autor, Martín Cuenca se aleja de su cine más pausado, lacónico, serio y depurado, cuya cima estimo en La mitad de Óscar (2010), solo es una vuelta de tuerca a personajes aislados y perdidos dentro de entornos donde estar desorientado, quizá cabreado e indefinido, parece ser la tónica habitual; quizá ya no por ellos mismos, sino por la incomprensión y las crisis generalizadas, por el distanciamiento y por la falta de algo o alguien que llene el vacío, carencias afectivas o sociales, que los obliga a deambular al margen ya no de la ley, sino de sí mismos y del mundo donde no sienten encajar.

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