miércoles, 20 de marzo de 2019

La mitad de Óscar (2010)


<<[...] Los separaré en dos; así se harán débiles [...] Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas por el deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra [...] De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades>>

Platón. El banquete o del amor (380 a. C.)


Lejos del cine más comercial y mediático, hay películas que no adornan, ni necesitan ni quieren emplear fondos sonoros que condicionen emociones, ni imágenes preciosistas o artificiosas que rellenen historias y personajes vacíos. Rehuyen los movimientos de cámara ostentosos que, sospecho, solo sirven para indicar que hay alguien detrás, alguien que necesita que sepamos que está ahí. Esta no sucede en el cine de Bresson, Rohmer, Ozu, Kaurismäki y de cualquier otro cineasta que prescinda de lo innecesario, del ruido pirotécnico, pues, para ellos, lo superfluo no tiene cabida en sus discursos, ideas, modelos ni películas, films que depuran la imagen de bisutería u oropel. Dicha desnudez la observo en la presentación de Óscar (Rodrigo Sáenz de Heredia), en la salina almeriense donde, en la distancia, el encuadre lo define como parte de la soledad que lo rodea y atrapa, soledad que irremediablemente también habita en él. La introducción de La mitad de Óscar (2010) anuncia el estilo depurado que Manuel Martín Cuenca desarrollará hasta sus últimas consecuencias a lo largo de un metraje compuesto de planos estáticos, ajenos a los primeros planos, a travellings, zooms, a cualquier angulación de cámara, porque, como en Hawks u Ozu, el objetivo se posiciona a la altura de los personajes que el cineasta andaluz observa en la cercanía o en la distancia no intrusivas, sin intervenir en la acción y sin contaminar la atmósfera que refleja el vacío interior del protagonista masculino. Martín Cuenca se acerca a los personajes dentro y fuera de campo, empleando elipsis, prescindiendo de fondo musical, de diálogos de relleno, dejando que sean los sonidos reales o el silencio los que envuelvan los espacios por donde apenas se aprecia movimiento. En La mitad de Óscar los sonidos y los espacios son reales, son sonidos y espacios almerienses donde el mar es mar y suena a mar, el viento silba como silba el viento y las pisadas de María (Verónica Echegui) sobre las rocas o las de Jean (Denis Eyriey) en la arena de la playa suenan a pasos en rocas y arenas costeras. También la agonía del abuelo (Salvador Gavilán Ramos) de las dos mitades protagonistas se muestra en pantalla como un último suspiro real, pero este realismo no pretende mostrarnos una realidad tangible, sino abrirnos una vía de acceso al vacío y al amor de Óscar, al menos, a la ausencia de la mitad de la que habla Aristófanes en el libro de Platón, una mitad que en el film de Martín Cuenca tiene nombre propio: María. Ella y Óscar son hermanos separados por la distancia física y por los dos años que llevan sin saber el uno del otro. Solo la inminente muerte del familiar los vuelve a reunir, aunque algo sucede durante los días de su encuentro. ¿Qué? ¿Por qué Óscar no puede vivir sin ella? "Te he echado de menos", le dice, y ella responde "yo también". Más de lo que estas dos frases dicen son los pensamientos que no se exteriorizan en palabras los que nos dan la información que, poco a poco, descubrimos en acciones como las que Oscar asume al comprender que, tras el entierro, María regresará con Jean a su vida parisina y él volverá a vivir una existencia medio vacía a la no quiere regresar.

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