domingo, 17 de marzo de 2019

Sábado trágico (1955)



<<La composición visual de cada plano tiene que estar en función de lo que quieres decir, o de lo que quieres contar. No debe ser un fin en sí mismo, digamos que no se debe componer por componer, sino que debe estar en función de un sentido dramático>>


Richard Fleischer (de la entrevista publicada en "Dirigido por", nº 154. Enero, 1988)


Consciente de su existencia, omito en estas líneas la parte final y los títulos de relleno que existen en la filmografía de
Richard Fleischer, relleno que prácticamente se puede encontrar en la de cualquier cineasta. Partiendo de esta omisión, el resto de la obra de Fleischer me resulta de las más estimulantes e interesantes de los realizadores hollywoodienses que debutaron en la década de 1940. Tanto en su forma como en su fondo las mejores películas del realizador de Impulso criminal (Compulsion, 1959) desvelan a un cineasta que compone con la cámara para ahondar en personajes que se alejan de estereotipo del héroe. No son individuos planos, poseen hondura psicológica, tienen problemas con su entorno y consigo mismos, los sufren, los silencian o se ven superados por ellos, lo cual lleva a algunos a vivir en el constante desequilibrio que expresan en arrebatos de violencia. La ausencia de héroes no es exclusividad de su cine, como tampoco lo es el uso de la violencia que nace de la relación de los protagonistas con la sociedad que les rodea y de la propia interioridad, que, bajo la atenta mirada de Fleischer, se convierte en el objeto y sujeto de estudio del comportamiento humano. ¿Qué los condiciona y afecta? ¿Qué comunican y silencian? ¿Ejercen o mantienen el control sobre sus vidas y sus decisiones? En historias como Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), cuyo título remite a los hechos que concluyen la jornada del atraco a la oficina bancaria de Bradenville, comprendemos que el interés del realizador no se encuentra en el asalto al banco, reside en sus personajes, en su intimidad y en sus comportamientos.


Desde el inicio, la película se decanta por el aspecto humano, que descubrimos a partir de la exposición del espacio (una pequeña localidad minera del medio oeste estadounidense) y de los personajes, cuyas inquietudes e inseguridades se plasman en las imágenes que transmiten conflictos y, en casos puntuales, interioridades sino vacías, amenazadas por las diferentes circunstancias que nada tiene que ver con el hecho que rompe la aparente y tranquila monotonía de la localidad donde se desarrolla la mayor parte de los hechos. Por todo ello, esta aportación de
Fleischer al cine de atracos resulta una espléndida película que aprovecha su adscripción genérica para hablar del amor y el desamor, sobre el azar y cómo este influye de forma aleatoria en la vida y en la muerte, sobre la inexistencia de héroes, solo de momentos que pueden o no conllevar comportamientos quizá heroicos, para incidir en la violencia que forma parte natural del individuo y que, en su aparente inexistencia, puede brotar en un instante límite en el que las creencias se van al traste —como le sucede al Amish interpretado por Ernest Borgnine. Quizá en un primer instante, pase desapercibida la importancia de las casualidades, pero cabría preguntarse si pudo haber sido otro pueblo y no este, si pudo haber ocurrido un día que no fuese sábado, si no hubiera entre los asaltantes del banco uno de gatillo fácil, incluso si pudo suceder media hora antes, si el automóvil secuestrado no fuese el de Shelley Martin (Victor Mature) o si el matrimonio Fairchild no intentase salvar su relación ese mismo día. Pero ninguna de estas circunstancias falló: el pueblo era Bradenville, la jornada, sábado, Dill (Lee Marvin) se encontraba entre los asaltantes, la hora coincidía con el momento que Emily Fairchild (Margaret Hayes) solicitaba en la oficina los cheques de viaje que posibilitarían el nuevo horizonte matrimonial lejos de la villa. Las casualidades se producen sin que ninguno de ellos pueda preverlas, y por tanto puedan actuar en consecuencia. De modo que tanto el matrimonio, como el apoderado (Tommy Noonan), la familia Amish o Martin son víctimas de los hilos entretejidos por ese azar que sus comprensiones de la realidad no contemplan, por lo que ninguno podría haber predicho la tormenta de violencia que se desata hacia final del film. La única certeza la descubrimos a posteriori, a través del pensamiento de Boyd Fairchild (Richard Egan), cuando le dice a Linda (Virginia Leith) que cuatro horas antes su mujer estaba viva e ilusionada con el nuevo comienzo. Y así permanece, pensativo, contrariado, consciente de la mínima distancia que separa vida y muerte, el planear para ser y el dejar de ser en apenas un suspiro que se presenta sin aviso y lo cambia todo.

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