Impulso criminal (1959)
Si por un instante volvemos nuestra mirada hacia Borzage, Ford, Hawks, Hitchcock, Vidor, Wilder y tantos otros que realizaron toda o gran parte de su carrera dentro de la industria cinematográfica, con éxitos y fracasos comerciales, algunos nos quedaríamos un buen rato disfrutando una vez más de sus películas, pero no se trata de eso, si no de comprobar que una buena película no necesita la aceptación popular ni la especializada para serlo, aunque sí es indispensable que posea personalidad. Esta se encuentra en sus responsables, en qué pretenden contar y en cómo lo cuentan, porque, más allá de que se hable del montaje o del guion como partes fundamentales, son los cineastas quienes deben responder a las múltiples preguntas que surgen antes, durante y después de cada jornada de rodaje y son quienes convierten las diferentes historias en imágenes (y sonidos) y no la sala de montaje, donde nunca se podría descentrar el encuadre como hace Richard Fleischer para agudizar el desequilibrio de dos jóvenes de altas capacidades, ni filmar unas gafas que reflejan en sus lentes a sospechoso y acusador que han vivido, durante un tiempo omitido en la pantalla, la presión que puede aparecer señalada en los argumentos, aunque, por muy buenos que sean sobre el papel, carecen de forma audiovisual. Hacer visible lo invisible no resulta sencillo, como tampoco lo es rodar con perspectiva, saber donde conviene colocar la cámara y qué hacer con ella, qué iluminación se precisa o cómo dar con el equilibrio total que permite a la mayoría de sus producciones sobrevivir más allá del ser aceptadas o ninguneadas por su época (crítica y público), que, como en cualquier otra, no siempre acierta en sus valoraciones. A veces, el aplauso popular y los premios recaen en films irregulares y la indiferencia hace lo propio en títulos que en la actualidad son referentes de esto que llamamos cine. Una muestra de esto que llamamos cine, al tiempo personal y comercial, con aciertos y fallos, éxitos y fracasos, la encontramos en Fleischer, capaz de equilibrar en sus mejores largometrajes intereses creativos propios —su composición visual de los planos en función de lo que quería contarnos— con factores externos que pueden atraer al público y agradar a los estudios que los financiaron. Uno de los rasgos que define lo mejor de su obra fílmica lo encontramos en la presencia de la violencia como parte del espacio y de la psicología de los personajes, de ahí que no siempre sea visible y que nunca surja como artificio o relleno.
A Fleischer le interesaban los personajes complejos, sometidos a un constante enfrentamiento con ellos mismos y con sus entornos, y no el exhibir escenas violentas gratuitas, que no encuentran mayor razón que la de armar ruido para ocultar la falta de sustancia e identidad de producciones que no tienen nada que decir. En las películas de Fleischer esto no sucede, al menos no hasta su última etapa, como tampoco en sus compañeros de "generación", llámense estos Donald Siegel, Nicholas Ray, Richard Brooks, Robert Aldrich o Samuel Fuller. En sus grandes películas, la violencia se contiene, suele ser un factor más interno que externo, fruto de tensiones y compulsiones que se descubren en comportamientos que van desde lo corriente y aceptado por la sociedad, pensemos que en el mundo de Los vikingos (The Vinkings, 1958) o en la guerra de Los diablos del Pacífico (Between Heaven and Hell, 1956) la fuerza es un atributo reconocido e incluso necesario para sobrevivir, hasta el desequilibrio que apura a los dos jóvenes de Impulso criminal (Compulsion, 1959) a cometer lo que ellos pretenden el crimen perfecto, aquel que demuestre su superioridad intelectual y moral sobre el resto de los mortales, mientras que a nosotros, el público, nos demuestra la obsesión enfermiza que les ha empujado a cometerlo. Similares en intenciones a la pareja de asesinos de La soga (The Rope; Alfred Hitchcock, 1948), pero de mayor complejidad, Artie (Bradford Dillman) y Judd (Dean Stockwell) son los protagonistas de la primera parte de esta espléndida película, aquella parte que se inicia en la nocturnidad durante la cual acaban de realizar una de sus fechorías, aunque esta no sería más que un primer paso hacia lo que no veremos cometer en pantalla. En ese instante intuimos que pueden matar, al menos, que no existe en ellos un condicionante que se lo impida. Fleischer apunta las intenciones de la pareja cuando un borracho se cruza en su camino, pero su víctima no será este, sino un niño, a quien nunca hemos visto ni veremos en la morgue donde Sid, compañero de facultad de los asesinos, descubre que las gafas que suponen de la pequeña víctima no son suyas. Los anteojos son fundamentales para el avance de la historia, Fleischer los emplea con acierto y desde ellos introduce los elementos necesarios para que el film alcance el periodo intermedio, durante el cual hace su acto en escena el implacable fiscal (E. G. Marshall), quien sonsaca a los dos jóvenes sus confesiones, y con él, el film desemboca en el tribunal y en el personaje del abogado defensor interpretado por Orson Welles, cuya lucha contra la pena de muerte le lleva a aceptar el caso de Artie y Judd. Pero Impulso criminal no solo trata sobre un juicio donde observamos a un abogado que cambia su defensa, cuando contempla al jurado, o donde se habla de un crimen que nadie disculpa, trata de ahondar en la psicología de los personajes, en sus motivos y en sus comportamientos, que apuntan la paranoia del uno y la esquizofrenia del otro, igual que intenta señalar la violencia y la sinrazón de la pena capital. Desde estos últimos puntos de interés, la película gana sustancia, plantea circunstancias que otro Richard, Brooks, ahondará y expondrá en A sangre fría (In Cold Blood; 1967), otro título fundamental en la evolución del cine criminal con interés psicológico y contra la pena de muerte.
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