sábado, 23 de marzo de 2019

La noche de los muertos vivientes (1968)


Se ha hablado tanto de La noche de los muertos vivientes (The Night of the Living Dead, 1968) que parece que ya se ha dicho todo acerca del primer largometraje de George A. Romero. Puede ser, aunque también son posibles tantas aportaciones e interpretaciones como sujetos haya dispuestos a plantearse qué le ha aportado y por qué. En este sentido, ni el film de Romero ni cualquier otro encuentran una última palabra o un punto final para las sensaciones que transmiten, puesto que la conclusión depende del individuo, de su reflexión, de sus conocimientos, de su mirada, del momento en el que piensa y siente. Esto lleva a la necesidad de poseer opinión propia y pensamiento crítico y constructivo, respecto a uno mismo y a cuanto uno experimenta en su relación con el entorno. Ambos resultan imprescindibles si pretendemos evitar ser muertos vivientes como los que caminan acompasados por los exteriores de la película, sin que apenas sus pasos se distingan unos de otros, o como los personajes vivos que se encierran junto a sus miedos y su conformismo entre las cuatro paredes donde pierden su capacidad de pensar, y con ella la libertad de hacerlo, justamente por rendirse a esos temores que habitan dentro, dejándose engullir por la apatía y la sumisión que pasean su amenazante indiferencia por el espacio externo.


La capacidad de sentir y reflexionar sobre cuanto recibimos es un tesoro, que la empleemos o ignoremos es decisión de cada uno. Por otra parte, quien lo hace, suele interiorizar la información que le transmiten sus sentidos y le da forma de idea, que obviamente puede enriquecerse con otras ajenas, cuando no rebatida e invitada a ser replanteada. Quizá por ello, decir que La noche de los muertos vivientes es un film subversivo disfrazado de fantástico y de terror pueda chocar a unos y nada a otros. Para los primeros probablemente se trate de un film de zombies (aunque dicha palabra no suena durante el metraje) que marca las pautas del subgénero. Mientras los segundos, quienes acepten la invitación del realizador, quizá encuentren en el entretenimiento una metáfora sobre el ser humano, puede que sobre sí mismos, sobre su presente y un mundo uniforme, de pautas, conductas y modas impuestas, plagado de caminantes alienados, irreflexivos, unos temerosos y otros indiferentes ante la pérdida de su identidad individual.


Nazcan de uno mismo o sean impuestos por las circunstancias que rodean, el miedo y la paranoia son agentes que controlan los comportamientos de los protagonistas de este film independiente, financiado con el dinero de unos cuantos amigos, que puede interpretarse de múltiples maneras, así pues, lo que aquí escribo también puede tener la misma validez que actualmente posee el geocentrismo. Pero lo que sí parece evidente es la situación en la que Romero encierra a sus personajes no infectados: un espacio delimitado por paredes, dos puertas y varias ventanas que ellos mismos se encargan de apuntalar con madera para permanecer seguros del exterior, al margen de la amenazadora impersonalidad que amenaza con destruirlos. Su conocimiento de la realidad, de los hechos que suceden fuera, les llega desde la emisión radiofónica y más adelante por la televisiva que la sustituye. Poco más saben acerca de los caminantes, salvo sus experiencias previas y aquellas que comunican los medios. El grupo, que inicialmente creemos compuesto por dos personas, vive en un espacio cerrado donde ellos mismos deben solucionar la situación, pero sin ser capaces de hacerlo, sin llegar a confiar y sin que la colaboración sea plena. Su desarrollo en un lugar acotado por momentos recuerda a los escenarios limitados del cine de Howard Hawks, aunque los protagonistas de Hawks viven conscientes de su individualidad, asumiendo sus circunstancias y actuando en consecuencia. El film de Romero encuentra un contacto inmediato en El último hombre vivo sobre la Tierra (The Last Man on Earth, 1964), la película que Ubaldo Ragona y Sidney Salkow realizaron a partir de la novela Soy leyenda, de Richard Matheson, y otros posibles y más distantes en el tiempo en El gabinete del doctor Caligari (Das cabinet des Dr. CaligariRobert Wiene, 1919) y La legión de los hombres sin alma (White Zombie, Victor Hapelrin, 1932), por ser esta la primera película de zombies. Pero más allá de similitudes que pueden ser rebatidas o inexistentes, nos encontramos ante una descarada muestra de terror, vísceras y paranoia que no esconde su mensaje, ni su rebeldía ni su convencimiento de que no existe diferencia entre los muertos del exterior y los vivos que intentan sobrevivir dentro del edificio, pues no son conscientes de que ya estaban muertos antes de esconderse o, dicho de otra manera, que no tienen posibilidad de escapar de su muerte en vida, algo que se confirma hacia el final del metraje y en la figura del supuesto héroe, que sobrevive a los acosadores nocturnos para ser igualado a estos por la expeditiva violencia de la cuadrilla que, guardiana de la protección del sistema, se dedica a exterminar a cualquier bicho viviente o pensante.



No hay comentarios:

Publicar un comentario