viernes, 15 de marzo de 2019

Mi nombre es Julia Ross (1945)



El cine negro clásico con nombre de mujer encuentra en Mildred Pierce (Michael Curtiz, 1944), Laura (Otto Preminger, 1944) y Gilda (Charles Vidor, 1946), también el drama espectral y psicológico Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), algunos de sus títulos más representativos. Añadiré a este selecto grupo Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, 1945). Cierto que se trata de un film que carece de la popularidad de los otros títulos citados, pero no desentona y se codea de tú a tú con esos grandes ejemplos del noir estadounidense de la década de 1940. Por otra parte, escribir Mi nombre es Julia Ross me sirve al tiempo para recordar la espléndida película de Joseph H. Lewis y para presentar a su protagonista, aunque, más que lo uno y lo otro, escribir el título revindica quien es ella frente a la amenaza de dejar de serlo, ya que Julia Ross (Nina Foch) solo puede existir a ojos de los demás mientras haya alguien que la reconozca como tal, y este no es su caso. Incluir el film de Hitchcock entre los ejemplos de cine negro arriba nombrados no es únicamente un capricho, es fruto de la oscuridad y de la ambigüedad que encierra su propuesta. Y, guardando las distancias, también la nombro por los paralelismos que guarda con la película filmada por Lewis —en los espacios, en la constante y usurpadora (no) presencia de una esposa fallecida y sobre la confusión de identidad que acosa a las protagonistas.


De menor profundidad y desequilibrio emocional que la señora de Winters de Rebeca, Julia aparece por primera vez ante el espectador de espaldas a la cámara. En ese instante carece de rostro, al menos para el público, por lo que no podemos identificarla, quizá premonitorio de lo que sucederá avanzado el metraje de esta adaptación cinematográfica de la novela The Woman in Red, de Anthony Gilbert, cuyo guion corrió a cargo de Muriel Roy Bolton. Camina despacio, dando pasos cortos e inseguros que delatan desilusión y puede que confusión, la cual se agudizará cuando el director de Relato criminal (The Undercover Man, 1949) concluya su introducción de los personajes principales y entre de lleno en el suspense que ya no desaparecerá hasta la penúltima secuencia. Mediante su breve conversación con la empleada de la pensión donde se produce la escena de apertura, descubrimos que la muchacha no ha tenido suerte en sus visitas a las distintas oficinas de empleo londinenses. Pero no tardamos en sospechar que su decepción también nace de la ausencia de Dennis (Roland Varno), su amigo y antiguo vecino de cuarto, y de la invitación de boda que aquel le ha remitido y que Julia lee el día siguiente a la fecha señalada. Más que por la falta de trabajo, Julia se entristece porque la carta le confirma la imposibilidad de materializar su amor. Aun así, sonríe cuando descubre en el periódico un anuncio que solicita una secretaria. La oferta la anima y la encamina hacia la oficina donde conoce a los Hughes, madre (May Whitty) e hijo (George Macready), que la tratan con amabilidad, con confianza y le entregan un adelanto que ella emplea en abonar el alquiler y en algunas compras. Hasta aquí podríamos hablar de la introducción de los personajes, a falta de Dennis, que regresa de un matrimonio no consumado, porque está enamorado de Julia, con quien se cita al día siguiente, pero esta no da señales de vida.


Todavía no comprendemos qué sucede, pero 
Lewis nos ofrece una pista en la conversación que mantienen los Hughes y sus cómplices después de que la joven abandone el local. Sus palabras nos desvelan que nada bueno traman, algo extraño, puede que peligroso, amenaza cambiar la vida de la heroína. Es un primer y pequeño brote de suspense, pues comprendemos que la protagonista es víctima de un engaño que, pieza a pieza o secuencia a secuencia, el cineasta, soberbio en su economía narrativa, expone en crecimiento paralelo a la tensión y a la desesperación de Julia, cuando despierta en una casa que desconoce, en un pueblo de la costa de Cornualles donde nunca ha estado con anterioridad, observando objetos con las iniciales M. H. y escuchando una y otra vez el nombre de Mariam, el que todos le atribuyen mientras le dicen que debe descansar y recuperarse de su crisis nerviosa. Y así descubre que nadie la reconoce como Julia Ross, sino como la esposa de Ralph Hughes, su carcelero, violento y desequilibrado, quizá por la presencia represiva de una madre dominante —nueva similitud con el cine de Hitchcock— que planifica y controla cuanto sucede en la lujosa villa donde la protagonista desespera, e inútilmente intenta escapar de su encierro y de su nueva y falsa identidad.

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