jueves, 30 de mayo de 2019

Un americano de Roma (1954)



La relación profesional de Mario Monicelli y Steno se decantó por el humor y la sátira para evidenciar en sus comedias comunes distintas realidades del presente retratado; y lo mismo hicieron cuando separaron sus caminos. Aunque la carrera en solitario de Monicelli alcanzó mayores cotas, la de Steno nos descubre una película que se burla sin disimulo de la creciente e imparable presencia de lo estadounidense en la Italia de la posguerra. El inicio de esta expansión —cultural, económica, física, tecnológica,...— podríamos datarlo en 1898, cuando, deseoso de codearse con las naciones imperialistas, la administración de William McKinley decidió dar un paso fuera de sus fronteras y anexionó el archipiélago de Hawaii, aumentó su presencia en el continente asiático e inició una guerra con una potencia del pasado que por aquellos días solo era un espectro agonizante. Pero las influencias internacionales estadounidenses se hicieron más visibles a raíz de la hegemonía mundial de sus empresas, de su política y del cine realizado en Hollywood durante la década de 1920 y 1930, que llegaba a las salas de distintos rincones del planeta para descubrir y afianzar lo que ellos dieron en llamar american way of life. Sería tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial cuando dicha presencia se agudizó hasta el extremo de amenazar las distintas costumbres de los países donde las tropas norteamericanas mantenían contacto con la población y sus productos de consumo enraizaban sobre todo en la juventud, que de esa manera rompía con el pasado, sin ser conscientes de que, al hacerlo, también relegaban al olvido parte de su identidad.


Encontramos ejemplos satíricos de la imparable influencia estadounidense en el cartero de
Día de fiesta (Jour de fête; Jacques Tati, 1949), que aboga por un reparto de correo "a la americana"; es su obsesión y su meta. Su comportamiento choca con el de su entorno, más sosegado y anclando en costumbres locales, que en la actualidad solo existen en la memoria y en las películas. Algo similar descubrimos en el pueblo de Bienvenido, Mister Marshall (Luis García Berlanga, 1952) cuando se anuncia la llegada del amigo americano, a quien los vecinos idealizan como parte del sueño de prosperidad. Es la supuesta modernidad, la idea de progreso, su mitificación y la confirmación del orden mundial ya apuntado al final de la Primera Guerra Mundial. Podríamos citar Uno, dos, tres (One, Two, Three; Billy Wilder, 1961) como ejemplo de la expansión comercial estadounidense después de la guerra. En el film de Wilder la Coca-cola y el capitalismo son omnipresentes, salvo cuando la primera deja su lugar a la Pepsi que, sorprendido, el personaje de James Cagney sujeta en una de sus manos. Ambas son bebidas norteamericanas y ambas se han impuesto en ese Berlín donde el mundo se divide en los dos grandes bloques económicos, políticos y militares de la segunda mitad del siglo XX, pero el expansionismo ideológico norteamericano lo encontramos en la figura del joven alemán oriental que sucumbe a la promesa del sueño americano. Aunque si hay un film que asuma desde su inicio hasta su final la sátira de lo estadounidense fuera de sus fronteras, ese podría ser Un americano de Roma (Un americano a Roma, 1954), en la figura de Nando (Alberto Sordi), cuya vestimenta y expresiones delatan que su identidad italiana ha sucumbido a la estadounidense que asume suya, y que ataca los nervios de sus padres.


Nando ha decidido ser estadounidense, condicionado por las películas que ha visto y por las estrellas a quienes admira y a quienes imita, aunque, al contrario que los protagonistas de las películas que marcan su comportamiento, él solo es capaz de generar caos. Nando ni es un excéntrico ni está loco, como algunos apuntan, es un "visionario" que ve y acepta la globalización antes que ningún otro. Viste
jeans, camiseta, gorra de baseball y botas de cowboy; introduce en su italiano con acento romano las expresiones ok, girls o darling; imita indistintamente a Gene Kelly que a John Wayne, pega a lo Cagney, batea como DiMaggio o alaba múltiples "virtudes" de la comida del país americano que considera el suyo, aunque disimula y se decanta por hincar el diente a los espaguetis preparados por la mamma. Nando es un ejemplo de la juventud de su época, aquella que asumiría como propias las distintas características foráneas que en nuestros días han dejado de serlo para formar la hibridación cultural y social de nuestra cotidianidad. Pero él va más allá, quiere ser americano y, para exigir su condición, imita al personaje de 14 horas (Fourteen Hours; Henry Hathaway, 1951), aunque, a falta de un rascacielos a mano, decide protestar desde lo alto de coliseo. Y allí se planta, y desde allí exige que su fantasía se materialice. El gentío se congrega bajo sus pies. Unos murmuran, otros le gritan, su padre se desespera, su novia le confiesa que los demás hombres no le importan tanto como él. Desde la parte baja del monumento se introducen las tres analepsis, para el americano italiano, flashbacks, que nos muestran el mismo número de episodios de su pasado: detenido por los alemanes durante la guerra y liberado por los yanquis que lo encerraron en un psiquiátrico; ya en la posguerra, asumiendo la personalidad de un policía motorizado de Kansas City y, durante la confusión generada por su inglés, aceptando la propuesta -que él cree matrimonial- de una artista estadounidense que solo pretende un modelo romano. Un aparte merece Alberto Sordi, quizá el actor italiano que mejor supo dotar de humano patetismo a sus personajes, individuos mediocres, al tiempo cercanos y caricaturescos, un equilibrio desde el cual fluye la imperfección de Nando, su inocencia, su aire de superioridad, su valentía cuando todo va bien, su cobardía cuando las circunstancias se tuercen o su férrea decisión de ser americano -aunque nunca haya pisado suelo estadounidense-, como deja constancia cuando, aún convaleciente de la fiebre yanqui, borra el "fine" final y lo sustituye por el "the end" e inicio de una expansión imparable.

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