martes, 28 de mayo de 2019

Se acabó el negocio (1964)


Farsante, embaucador y sin escrúpulos, Antonio (Ugo Tognazzi) utiliza a Maria (Annie Girardot) cual objeto de su posesión. Lo que ella sienta o necesite poco le importa. A este empresario de medio pelo solo le interesa el negocio que le proporciona la anomalía capilar que cubre el rostro y el cuerpo de la mujer que descubre mientras sacia su apetito en la cocina de un asilo de mendigos. Ella esconde su rostro y él le dice que tampoco es para tanto, que su diferencia apenas se nota, pero, una cosa es lo que expresa y otra lo que silencia, así que no duda en convencerla para exhibirla en un espectáculo que la denigra o para alquilarla como objeto de un estudio científico íntimo. En este punto ella no transige y regresa al asilo y, ante el miedo a perder su fuente de ingresos, él va en su busca y asume que, para recuperla, no le queda otra que casarse. Antonio es el monstruo inmoral de la farsa propuesta en Se acabó el negocio (La donna scimmia, 1964), pero no el monstruo con mayúsculas. Dicho papel recae en la sociedad que levanta una prisión invisible alrededor de los personajes, a quienes empuja hacia donde no desean ir, les roba la supuesta facultad de elegir; les impone ideas y les exige cumplirlas. Como mujer de su época -la Italia de la primera mitad de la década de 1960-, a Maria le han inculcado el ser esposa y madre. Ese es su objetivo y hacia él camina y hará caminar a Antonio. En Se acabó el negocio no se trata de mostrar el tópico "la belleza está en el interior". Para Marco Ferreri y su guionista Rafael Azcona no hay interior bello, digamos perfecto, al menos no existe un interior sin sus zonas grises, de modo que sus victimas de la vida intentan sobrevivir con aquello que encuentran a mano, y de ahí que, aunque reticentes, acepten casarse con una anciana para conseguir un pisito o envenenen a la familia para continuar saboreando la dignidad perdida, que idealizan en un cochecito. Lo mismo vale para Antonio, al tiempo víctima y verdugo, quien, para continuar obteniendo beneficios, decide casarse con una mujer que (inicialmente) solo contempla como la atracción de feria que le proporciona bienestar económico. Los personajes de Azcona y Ferreri, y de distinta manera los de Azcona y Berlanga, son prisioneros de necesidades propias, pero sobre todo lo son de las generadas por las exigencias del entorno social, donde la familia, el matrimonio, la burocracia y cualquier tipo de institución se transforman en agentes que impiden la libre elección del individuo. En definitiva, se encuentra atrapados, cuando no imposibilitados, dentro del orden social que esconde su monstruosidad en las falsas apariencias, aunque estas no evitan que se hagan visibles en la malsana curiosidad de quienes se congregan para ver y tocar a Maria en su jaula, en la perversión del profesor que pretende alquilarla para satisfacer su deseo carnal, en la ambición del empresario teatral que busca sacar partido, en la actitud del médico que afirma que el bebé que espera Maria será un monstruo, en el museo donde se exhibe el cuerpo embalsamado, en la superioridad burlona que asume la multitud que sale al encuentro de la mujer "simio", recién casada, vestida de novia, entonando la canción indicada por su marido y dejando que las lágrimas resbalen por sus mejillas. ¿Pero son lágrimas de felicidad por haber logrado su objetivo o de infelicidad ante la crueldad humana? Es un mundo de extrema crudeza, insolidario, en el que si bien parece que Maria no puede alcanzar su meta -aquella impuesta por el orden social-, lo logra cuando domestica a Antonio y consigue hacer de él un esposo y, bajo amenaza de pedir la anulación matrimonial, en el amante que acepta compartir el lecho donde poco a poco su grotesca personalidad se somete a la de su mujer, que ha pasado de ser su objeto a ser el sujeto que lo condiciona y transforma en un hombre que se encuentra perdido sin ella.

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