miércoles, 15 de mayo de 2019

No me mandes flores (1964)


Las comedias de alcoba de
Lubitsch transportan al público a espacios irreales donde los protagonistas son criaturas sexuales, además, esconden cierta dosis de subversión e intenciones varias. Sus películas no muestran más de lo necesario, apuntan detalles que permiten conocer el deseo que se oculta detrás de las imágenes y de las formas, lo cual aumenta la elegancia y desvela el ingenio que forman parte del "toque" del genial cineasta. Con los años, el ingenio y la ironía en el género de la risa fueron asumidos por Preston SturgesBilly Wilder en películas ácidas y, más que modernas, transgresoras y afiladas, por eso son dos grandes de la comedia sonora realizada en Hollywood, definición incompleta pero también válida para el Howard Hawks menos serio y otros gigantes del humor como Frank Tashlin o Jerry Lewis. Pero no hay rastro de acidez, ni de fondo ni de provocación en las tres exitosas comedias protagonizadas por Doris DayRock Hudson entre 1959 y 1964. Son enredos de parejas carentes de picardía, sin carnalidad ni humanidad, son fantasías pastel de parejas casi asexuadas. Su lucha de sexos ya no lo es, y su enfrentamiento con el entorno brilla por su ausencia. Son conformistas y solo son excusas que viven del gancho comercial y del glamour que se presupone a sus dos estrellas, de lo que su público esperaba de ambos en la pantalla, de un humor con fecha de caducidad porque no asume el menor riesgo, carece de trasfondo y nunca abandona la senda establecida de antemano, construida de tópicos y clichés.


El enredo propuesto por
Norman Jewison en No me mandes flores (Send Me No Flowers, 1964) surge de la idea de la muerte, pero no hay la menor nota de humor negro y se ajusta al kitsch que abraza el resto de los títulos protagonizados por Day y Hudson. La presencia de ambos y la apuesta de Jewison por lo superficialidad cursi eliminan cualquier posibilidad que no cuadre dentro del pastel cocinado con anterioridad por Michael Gordon en Confidencias a medianoche (Pillow Talk, 1959) y Delbert Mann en Pijama para dos (Lover Come Back, 1961). Pero ¿para qué cambiar si era lo esperado por admiradoras y admiradores de esta famosa pareja artística, formada a mayor gloria e interés de la actriz, o hacia eso apunta que igual fuese HudsonJames Garner o Rod Taylor los encargados de darle réplica? Al igual que en Confidencias a medianoche y Pijama para dos, en No me mandes flores no existe el menor atisbo de conflicto, ni de pareja ni de esta frente al entorno, no puede haberlo, pues escapa de la realidad mundana para asentarse en el espacio del efecto que no exige esfuerzo, de la amabilidad, del no asumir incomodidades que puedan molestar o llevar a pensar, solo implica la aceptación de lo falso: del enredo que había funcionado con anterioridad, pero que empezaba a ser más de lo mismo. Desde ese enredo, la película desarrolla su comicidad conformista y conservadora, incluso machista, dejando que de nuevo sea Tony Randall quien asuma el humor que a menudo no se descubre en el dúo protagonista. El colorido y la suavidad de su humor sobresalen en la cotidianidad del matrimonio Kimball: Judy, ama de casa, y George, un hipocondríaco de tomo y lomo que sueña síntomas y medicinas con las que tratar sus inexistentes malestares. Su aprensión es la responsable del equívoco que se pone en marcha cuando asume que se muere. Dicha idea trastoca su cotidianidad marital, pues, antes de abandonar el mundo, pretende ofrecer a su media naranja soluciones que mitiguen la soledad en la que va a dejarla. <<Hay algo que me atormenta. Judy no sabrá vivir sola>>, se sincera con Randall, pegado este a una botella o a una copa desde que conoce el triste destino de su amigo. En definitiva, con su generoso gesto, el marido, inconscientemente, desprecia la fortaleza y la valía de su mujer, de modo que pretende emparejarla con quien él y no ella considera el sustituto adecuando. Pero ahí no se acaba el lío, ni él, ni Jewison como responsable final del film, es consciente de lo reaccionario de su decisión, así que prescinde de cualquier posibilidad de reflexionar sobre la misma o sobre cualquier otra circunstancia, y advierte a una vecina (Patricia Barry) del peligro que corre en manos del don Juan de turno que aprovecha el delicado estado emocional de las mujeres recién separadas. Esto es lo propuesto, y esto es lo que el público debe aceptar si desea ser cómplice y aceptar un tributo a lo falso, a lo insustancial, a una comedia que carece de cualquier atractivo que no encaje dentro del vacío que propone.

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