Balarrasa (1950)
<<A Balarrasa, a pesar de su extraordinario éxito, que superó con mucho el de Botón de ancla, se la tachó de ingenua. Estaba yo de acuerdo con los que ponían ese reparo. Las maldades, los delitos, los pecados que cometía la familia eran que un señor jugaba a las cartas, una chica fumaba —tabaco—, otra salía por la noche y el peor se dedicaba al tráfico de divisas>> (Fernando Fernán Gómez en El tiempo amarillo). Ingenua sí, maniquea también, acorde al gusto de la censura cinematográfica, y producida por CIFESA, Balarrasa (1950) no tuvo problemas de distribución para acceder a un público mayoritario, lo cual deparó su enorme éxito y que la historia de Javier Mendoza (Fernando Fernán Gómez) fuera una de las más vistas en las pantallas españolas de por aquel entonces. Además, como recordaba Fernán Gómez en sus memorias, <<se trataba de un guión convencional, muy adecuadamente escrito, muy bien estructurado, en el que alternaban hábilmente comedia y melodrama y que contaba con todos los elementos necesarios para interesar a un amplio sector del público de entonces>>.
Ejército, Iglesia y familia se suceden por este orden a lo largo de la película de José Antonio Nieves Conde para convertirse en uno de los máximos exponentes del cine religioso realizado en España entre finales de la década de 1940 y primeros años de los cincuenta. Su inicio se produce en el presente, en una noche de tormenta en las frías tierras de Alaska, con la figura solitaria de un misionero que, vencido por el medio nevado, recuerda su pasado. Se trata de Javier Mendoza, conocido entre sus amistades como Balarrasa, por su talante despreocupado y su fama de vividor. Lo suyo son el alcohol, las mujeres, los amigos y el juego, pero la muerte de su compañero, el teniente Hernández (Mario Berriatúa), cuando este le sustituye en una guardia en el frente, provoca la necesidad de Javier de esconderse e ingresar en el seminario salmantino donde, tras la conclusión de la Guerra Civil, se aísla durante años y asume su cambio antes de regresar a su hogar. Nada hay de reprochable en su decisión de convertirse en sacerdote, la ha elegido libremente y con tiempo suficiente para encontrar respuestas, pero su comportamiento durante su estancia en la casa paterna sí podría ser puesto en duda. Allí encuentra una familia que juzga en descomposición y necesitada de su ayuda para volver a la senda correcta, porque él, Balarrasa, decide qué es lo mejor para sus familiares. Su perspectiva es la que cuenta, de modo que, aunque esconda sus intenciones mostrando comprensión, no duda a la hora de intervenir en la vida de su padre (Jesús Tordesillas), ni en la de su hermano Fernando (Luis Prendes) ni en las de sus hermanas Lina (Dina Sten) y Mayte (María José Salgado). La en apariencia generosa intención de Javier es el reflejo de la moral y de los convencionalismos que representa y que intenta imponer a Fernando o manipulando las emociones de Mayte, para que esta acepte a Octavio (José María Rodero), ejemplo de sumisión a los valores establecidos, como novio formal que imposibilite la emancipación de la muchacha dentro de una sociedad que no vería con buenos ojos la liberación femenina.
La actitud de Balarrasa se juzga diferente en la actualidad que en el momento de su estreno, lo cual no deja de ser interesante para reflexionar sobre las distintas perspectivas con las que se pueden observar un mismo hecho o un mismo comportamiento. Como representante de los valores morales de la época, el personaje interpretado por Fernán Gómez resulta ejemplar, pero, si se observa con la amplitud de miras que nos permite el paso del tiempo, descubrimos en él a un elemento controlador, incapaz de permitir que sus familiares elijan por sí mismos, aunque sus elecciones puedan ser o no correctas. Partiendo de esta imposición, el seminarista puede considerarse un agente represor que, apoyándose en su verdad absoluta, intenta crear un entorno a imagen de su pensamiento, a pesar de que no piense disfrutarlo y a pesar de que tampoco sea perfecto: logra alejar a su hermano del tráfico de divisas, pero condena a su hermana menor a un matrimonio que posiblemente no la satisfaga. De hecho, su necesidad de transmitir e imponer su visión del bien y del mal va más allá de las paredes de la casa familiar, conduciéndole hasta ese inicio en la fría y lejana Alaska donde agoniza mientras recuerda los días que Nieves Conde expuso con pulcritud, pero sin asumir los riesgos que sí asumiría un año después en Surcos (1951), un filme que, al igual que El inquilino (1957), despertó antipatías porque muestra una realidad más cruda y menos manipuladora de aquella España donde proliferaban inquisidores y cruzados que, como Balarrasa, no ayudaban a superar la precariedad moral y social que Surcos o El inquilino ponen en evidencia.
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