Cincuenta años de profesión dedicados a protagonizar más de un centenar de películas, de las cuales cerca de la mitad fueron westerns, parecen años más que suficientes para convertir a cualquier actor o actriz en una leyenda cinematográfica, sin embargo, sin su participación en La diligencia (The Stagecoach; John Ford, 1939), la historia de John Wayne habría sido otra distinta. Ford, Howard Hawks, Henry Hathaway o Raoul Walsh encontraron en John Wayne al rostro perfecto para varios de sus westerns, los más, títulos imprescindibles del género y del cine, que convirtieron al actor en un icono del celuloide. Su colaboración cinematográfica con estos irrepetibles e inimitables cineastas benefició su carrera profesional, la cual concluyó con el homenaje que Don Siegel le rindió en El último pistolero (The Shootist; 1976). Wayne fallecía víctima de un cáncer de estómago tres años después de protagonizar esta película, la última en la que participó y su testamento interpretativo. Su personaje, el crepuscular J.B. Books, rinde homenaje a muchos otros que encarnó para la gran la pantalla —de ahí las imágenes iniciales extraídas de Río Rojo (Red River, 1948) o Río Bravo (1959). Pero no voy a escribir un panegírico sobre el actor; voy a resumir que la película de Siegel es un western mortuorio que nos traslada a una época, 1901, en la cual los caballos empiezan a ser sustituidos por vehículos motorizados, las diligencias o los carros brillan por su ausencia, y los tranvías, los postes telefónicos y el agua corriente en las casas se dejan notar.
El viejo oeste ha muerto, así se intuye en ese Carson City moderno donde se desarrollan los siete días que avanzan a lo largo del filme. Sin embargo, aún quedan restos del pasado, restos en forma humana como J. B. Books, el doctor Hostetler, interpretado por James Stewart —también historia del cine y, por descontado del western, sobre todo gracias a los dirigidos por Anthony Mann y John Ford, quien había reunido a ambos actores en una de las cumbres del cine: El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962)—, o los tres hombres a quien el primero busca para ajustar viejas cuentas y poner fin a un recorrido vital durante el cual su arma de fuego acabó con la vida de más de una treintena de hombres. A pesar de esto, él tiene la conciencia tranquila: <<yo solo pienso en hacer justicia. No creo haber matado a un hombre que no lo merecía>>, al menos eso dice, sin poder evitar la posterior réplica de Bond Rogers (Lauren Bacall): <<eso solo la ley puede decirlo>>. Lo que esta mujer no comprende todavía es que Books nació, se crió y ha vivido toda su vida bajo la ley del viejo oeste, la ley de la fuerza y del revólver, una ley aceptada como única en los territorios del far west, previo a su transformación en Estados. Ahora todo aquello es historia, compuesta de pequeñas historias como la de Books, pues el ahora es un tiempo supuestamente más civilizado, donde nada de aquello tiene cabida. No obstante, el hoy presenta aspectos que generan la nostalgia del tiempo pretérito que agoniza en la entereza y en la ética del último de su especie. Un adolescente (Ron Howard) que ve en Books la leyenda que ha mitificado en su mente, un periodista (Rick Lenz) que quiere medrar a costa de contar las historias del pistolero, sean o no ciertas, un comisario (Harry Morgan) que prefiere que los tiempos pasados se maten entre ellos, en lugar de ser él quien resuelva los problemas locales, o el enterrador (John Carradine) que no ha olvidado que, independientemente del momento histórico, su negocio es la muerte. Estos son algunos personajes que provocan la añoranza de un tiempo salvaje, al menos en apariencia, aunque quizá más humanizado, como también resulta más humano el pistolero vencido por el cáncer, consciente de la inmediatez de su muerte y, con ella, del fin de cuanto él representa.
El final siempre tiene un gusto entre amargo y almendrado. En este caso una época queda sepultada por la maquina que llamamos tiempo, pocas narraciones fílmicas despiden una manera de ver al mundo. Las maquinas desplazan a los caballos, de la misma manera que el concreta le quita el verde recorrido natural de la vista de los vaqueros. La naturaleza se adapta, como diría Charles Darwin se transforma. Y claro nosotros como bebedores del rio fílmico vemos como un afluente que llamamos western se seca para darle paso a un misterio que llamaremos vida…
ResponderEliminarQue acertada y poética me parece tu reflexión, Marcelo. Muchas gracias por compartirla aquí.
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