sábado, 25 de noviembre de 2017

Roma (1972)


Hay quien dice que el cine es un arte colectivo, hay quien defiende que es el arte de un solo individuo, incluso hay quien no lo considera Arte. Pero quizá habría que distinguir entre qué es Arte y qué no lo es, qué entiende cada uno por Arte o si la perspectiva que domina un momento histórico es capaz de valorar el Arte que tiene ante sí. Una obra de arte no es algo que nazca como tal en la mente de quien la lleva a cabo, a lo largo del proceso que dará forma a ese “algo” que podrá o no resultar artístico. Partiendo de esto, no todo el cine es Arte, ni mucho menos, como tampoco lo es toda la arquitectura, escultura, literatura, música, pintura,... ni que todos los que escriben, pintan, bailan, cocinan, aman o hacen una película son o se consideren artistas, tengan consciencia de serlo o pretendan serlo. Los más, son personas que necesitan expresarse y sus expresiones puede dar como fruto obras de arte en forma de plato elaborado, de vino mimado, de novelas como
Crimen y castigo, lienzos como El cristo de San Juan de la Cruz o sinfonías como las de Beethoven. Como la mayoría de las cosas que consideramos artísticas, un filme puede nacer de un proceso industrial y, por un motivo u otro, acabar siendo arte, como Casablanca (Michael Curtiz, 1942), o puede surgir de la intención individual de expresar las inquietudes, intereses, interpretaciones, circunstancias o fantasías de quien se encuentra al frente del rodaje, y no lo sea; aunque esto sería más extraño que en el primer caso. El buen cine suele ser fruto de un solo hombre o mujer, y es el que sobrevive al paso del tiempo para convertirse en algo más que en una película. Digo esto, porque, si bien una película surge de un proceso que reúne a un colectivo (y del dinero que a menudo condiciona a los directores), se trata de un arte individual, si no ¿por qué un largometraje de HitchcockFord, Ozu, Chaplin, Stroheim, LangBergman, Renoir, Rossellini, Buñuel, Tarkovski, Berlanga, Pasolini, Bresson, Mizoguchi o Fellini, entre otros, es al tiempo reconocible e inimitable? Nadie pudo ni puede hacer películas como las suyas, porque simplemente sus filmes cobraban forma en ellos, desde que los ideaban o asumían el mando de una nave que sí precisa colaboración de otros artistas (operadores, compositores, decoradores,...), pero supeditada a la creatividad individual defendida por King Vidor o Frank Capra. Cineastas con personalidades e intenciones diferentes y capacidades creativas inimitables crearon películas irrepetibles (que contentasen o contenten a todos es otra cuestión, y quizá un imposible porque el Arte también es controversia) porque ellos también fueron únicos y son irrepetibles. Nadie, salvo Jean Renoir, podría dotar a sus películas de su humanismo, tampoco nadie que no fuese el propio Yasujiro Ozu podría extraer su poética de los silencios que abundan en su filmografía, lo mismo que nadie ha sido capaz de imitar la narrativa única y exclusiva de John Ford y ¿quién podría emplear la lluvia como Kurosawa en Rashomon (1950) o Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954)?


El cine de
Federico Fellini es otro ejemplo de individualidad y de exclusividad artística. Puede resultar una estupidez decir que Fellini es Fellini, y es cierto, es una estupidez, pero también podría no serlo, si pensamos que sus largometrajes son él. De modo que solo Fellini podría haber realizado un filme Fellini, porque las películas del cineasta de Rimini están repletas de alteraciones, de recuerdos, sueños, fantasías, personajes grotescos, de su amor por el cine y por las mujeres, y del humor que desprenden personajes-caricaturas como los mostrados al inicio de Roma (1972). Solo él, repito, podría haberlas hecho, porque solo él vivió su infancia, su adolescencia, su madurez o sus crisis creativas y existenciales. Fellini es principio y fin de sus obras, sean estas Los inútiles (I vitelloni, 1953), La dolce vita (1960), Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), Roma (1972) o Amarcord (1973), piezas de un todo que sería el propio artista, el director de películas que inicia con su voz Roma, para dar paso a la fabulación de su infancia en Rimini (un momento que ampliará y exagerará en Amarcord). Los primeros minutos del filme se desarrollan durante el periodo fascista, aunque centrándose en la idea de Roma que el cineasta proyecta en su mente infantil, a partir de recuerdos de una piedra, de la escuela, de los religiosos que muestran la capital en diapositivas (entre las que se cuela la foto de otro tipo de monumento). Este prólogo, si así puede llamarse a un paréntesis de ensoñación dentro de su conjunto onírico felliniesco, da paso a la llegada del joven Fellini a Roma, donde por primera vez vive la ciudad real, que difiere de aquella alabada por los maestros y los libros de texto. Su Roma vive en sus recuerdos, por eso es onírica y exagerada, y es la ciudad que hace suya, la misma que treinta años después aparece en la pantalla, al tiempo que lo hace el propio Fellini hablando de su película sobre esa caótica localidad de contrastes, viva, ruidosa, a pesar de las piedras silenciosas que al realizador poco le interesan. A él le interesa su Roma, aquella que se deja ver a lo largo de este espléndido film que combina presente y pasado desde la irrealidad y la ironía de un cineasta, niño y adulto inclasificable y transgresor que juega con la nostalgia, con la picaresca y con el documental, que nada tiene de documento, para descubrirnos parte de su pensamiento, bromas, realidad y recuerdos o, mejor escribir, la alteración de estos.

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