miércoles, 4 de diciembre de 2019

Ingmar Bergman. El cineasta frente al espejo



Pensando en escribir un comentario sobre Ingmar Bergman me vi en el aprieto de qué decir acerca de un cineasta de quien ya se ha dicho mucho y más, aunque, supongo, de quien nunca se dirá todo. Consciente de que mis conocimientos sobre su obra se reducen al visionado de sus películas, a la lectura de algunos textos, suyos y otros ajenos, a buen seguro más minuciosos y acertados que cualquier comentario que aquí pudiese escribir, aparqué el intento. Dejé que los días, las semanas y los meses trascurriesen, aunque estos van solos y nada puedo hacer para detenerlos, sin embargo, Bergman seguía ahí, rondando por mi mente. Se convirtió en un asunto pendiente, que, aunque no apremiaba, no olvidé. No desesperé, y un día cualquiera, revisando parte de su filmografía, numeré algunos de los títulos que componen su obra. Estos me llevaron a un territorio que apenas transito: el de la poesía, pues vi en el cine de Bergman al viajero existencial que mira hacia adentro, mira cara a cara sus emociones y sus contradicciones humanas. Vi o quise ver la obra del artista que busca comprender y comprenderse; escuché su silencio; contemplé los rostros y las relaciones que sus personajes establecen y no establecen —con otros y con ellos mismos. Ahora observo su viaje cinematográfico como su mundo de recuerdos, sueños, pesadillas y realidades contradictorias, y como parte de la interioridad condicionada por el pasado y el presente del artista y del hombre, dos tiempos y dos caras que se unen en la intimidad bergmaniana donde sus películas cobraron la forma que posteriormente adquirirían cuerpo físico y cinematográfico. En ese tránsito que une el ayer con el hoy, al individuo mundano con el espiritual, es donde nace el artista creativo y su búsqueda existencial, su necesidad de explicarse, quizá de justificarse, de luchar por expulsar o de traer a la luz los fantasmas que habitan en la niebla. Ante la mayoría de sus películas, me quedo helado, no por frío, inexistente en ellas, sino porque me encuentro frente al espejo, ante preguntas sin respuestas, ante la imagen de un cineasta transcendente que me hace confidencias, confesiones, e incluso en ocasiones me refleja. Pensando en ello, garabateé palabras, frases, quizá quise ver en ellas versos, que ni explican ni rinden tributo, solo son letras que me recuerdan su cine, y que finalmente adquirieron el siguiente orden:


Máscaras, comulgantes, marionetas,
susurros y gritos de existencias.
Angustia, duda, deseo, complejos,
viven escondiendo su vergüenza.
Soledad, palabras y silencio.
 Fantasías, pesadillas y reflejos:
mil rostros frente al espejo.
Una sonata otoñal evoca en la distancia,
la sonrisa del estío se apaga,
la estación de la nostalgia toca su balada.
Fresas y fantasmas de la infancia,
amores, culpas y peones sobre el tablero.
La hora del juego te alcanza, caballero.
Juega tu partida perdida y amañada,
mueve fantasía y realidad mundana,
 tu hoy sin ayer ni mañana.


Después de esta introducción quizá excesiva, pero que cobró tal forma porque no encontré otra, y así queda, decidí recurrir a dos frases que Bergman escribió en Imágenes. Con ellas puedo introducirme en su cine, y ese "su" adquiere en el director sueco un significado pleno. La primera señala <<que había concebido la mayoría de las películas en las entrañas del alma, corazón, cerebro, nervios, órganos genitales y sobre todo en las tripas>> y la segunda explica que <<la circunstancia real es que vivo continuamente en mi infancia, deambulo por los oscuros cuartos, paseo por las silenciosas calles de Uppsala, estoy delante de la casa de verano escuchando el inmenso abedul. Me desplazo en cuestión de segundos. En realidad vivo continuamente en mi sueño y hago visitas a la realidad>>. A grandes rasgos, es el cine de Bergman, un cine que nace de experiencias pasadas y presentes, de sus relaciones íntimas, de las reacciones que le producen sus impresiones, de su interpretación de cuanto vive y padece, de sacar a la luz espectros y miedos, de volver sobre recuerdos y encarar egoísmos y sufrimientos. Fue su batalla por aceptar su vulnerabilidad, su humanidad, su existencia. La vida y la muerte, la imagen en apariencia real y su reflejo de máscaras y sombras, el teatro, sus relaciones, el deterioro de las mismas, o su infancia viven en sus películas. Pero, como la mayoría de los cineastas, no siempre pudo realizar su cine, sobre todo al inicio. Su debut en la dirección se produjo después de que Alf Sjöberg dirigiese Tortura (1944), cuyo guión había sido escrito por Bergman cuando trabajaba en el departamento de guiones de la Svensk Filmindustri. La buena acogida del film precipitó que la productora le permitiera filmar Crisis (1945), pero, a pesar de poseer atractivos suficientes, fue un fracaso de crítica y público. Esa mala acogida puso en entredicho su apenas estrenada carrera de cineasta. Por fortuna, o por un figurado sexto sentido, el productor independiente Lorens Marmsted se fijó en él y le posibilitó el rodaje de Llueve sobre nuestro corazón (1946) Barco a la deriva (1947) y Noche eterna (1947). Estos títulos fueron encargos que posibilitaron su aprendizaje, su regreso a la SF y su afianzamiento en el medio cinematográfico, que compaginaba con sus labores teatrales, la otra actividad a la que dedicó su vida artística. En 1954, Bergman dirigía el teatro de Malmö, más adelante haría lo propio en el Dramático de Estocolmo. Sus más de cien adaptaciones teatrales revolucionaron el teatro sueco, también trabajo en el de Munich. Lo mismo se puede decir de sus películas, aunque estas no solo cambiaron el cine del país escandinavo, sino que llamaron la atención del resto del mundo. Su primer éxito internacional lo obtuvo con Sonrisas de una noche de verano (1955) y, sin el premio que este film recibió en Cannes, quizá El séptimo sello (1956) no hubiese visto la luz, ya que el guion había sido anteriormente rechazado por el director de Svensk Filmindustri. El mismo año del estreno de El séptimo sello, 1957, realizó una de sus obras maestras, Fresas salvajes (1957), e inició la escritura del guion que daría pie a El rostro (1958). Fue el gran año de Bergman, que había pasado de ser un cineasta desconocido fuera de Suecia a ser uno de los centros de interés de cineastas, críticos y público internacional. Pero aún viviría más éxitos y fracasos, problemas con el fisco, de los que fue absuelto, pero que le causaron depresión y su exilio voluntario en Munich, donde permaneció varios años sin llegar nunca a sentirlo como su hogar. Bergman también se sirvió de la televisión para expresarse, como habían hecho Renoir, Rossellini o Hitchcock. Sabía que el medio no era lo fundamental, lo prioritario era hablar de La vida de las marionetas (1980), de Secretos de un matrimonio (1973) o de Fanny y Alexander (1983), obras maestras televisivas que, en el caso de las dos últimas nombradas, tuvieron su estreno en las salas de exhibición con un montaje reducido. Pero la máximas creativas de Bergman posiblemente sean Persona (1966) y Gritos y susurros (1972), aunque personalmente, quien esto escribe, prefiera Noche de circo (1953) o el viaje al <<rincón de las fresas salvajes. El mundo de la niñez. La cabezadita de la mañana, la paz>>1, el mundo de la infancia que cobraría el protagonismo absoluto en la magistral serie televisiva Fanny y Alexander.


1.Ingmar Bergman. Cuadernos de trabajo (1955-1974). Nórdica libros, Madrid, 2018

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