martes, 10 de diciembre de 2019

La puerta de la carne (1964)


Durante su periodo en Nikkatsu, estudio en el que entró a trabajar como ayudante de dirección en 1954 y del cual fue despedido en 1968, tras Marcado para matar (Koroshi no rakuin, 1967), Seijun Suzuji asumió un ritmo laboral frenético. Entre 1956, año de su debut tras las cámaras, hasta 1967, el resultado de su trabajo alcanzó la nada desdeñable cifra de cuarenta películas como director, aunque, como parece lógico pensar, no todas ellas presentan el mismo grado de interés ni fueron realizadas con similar libertad creativa dentro de un sistema empresarial que establecía límites que, a priori, solo los maestros consagrados podían obviar. Por aquel entonces Suzuki no era un maestro, si es que alguna vez llegó a ser reconocido como tal, tampoco lo eran inicialmente Shoei Imamura, Nagisa Oshima o Kijû Yoshida, cuya independencia, polémica y prestigio autoral irían en aumento a medida que avanzaba la década de 1960. A primera vista, Suzuki se posiciona en las antípodas de estos realizadores llamados a renovar el cine japonés de los años sesenta, pero, al igual que ellos, también fue un transgresor. Suzuki rompió límites desde su acomodó en producciones de serie B, rodando películas de acción y melodramas juveniles con los que Nikkatsu rellenaba su oferta cinematográfica. Quizás, debido a ello, pasase desapercibido para gran parte de la crítica y del público japonés, aunque este no fue el caso de La puerta de la carne (Nikutai no mon, 1964). Su adaptación cinematográfica de la novela de Taijirô Tamura no fue la primera; ya había sido trasladada a la pantalla en 1948. Desconozco esa primera versión de Nikutai no mon, dirigida por Masahiro Makino y Masafusa Ozaki, pero, conjeturando —a partir de la fecha de producción y de la censura cinematográfica establecida por el ejército de ocupación estadounidense durante los primeros años de posguerra—, me resulta difícil pensar que pueda ser más transgresora, sexual y visceral que La puerta de la carne de Suzuki.


El protagonismo del film recae en un grupo de jóvenes prostitutas que sobreviven en el Tokio de posguerra. Suzuki se centra en ellas y, desde ellas, retrata, no sin excesos, el entorno marginal por donde se mueven independientes y salvajes, pero con normas que, como la de no entregar su cuerpo sin cobrar a cambio, se autoimponen para llevar a cabo su trabajo en la marginalidad donde se ubica una historia en la que predomina la carne, el sexo, la delincuencia, la provocativa y premeditada exageración a la que tiende el cineasta y la ensoñación y la pesadilla que atrapa a Maya (Yumiko Nogawa). Son hijas de la guerra y del derrotismo de la posguerra, huérfanas que han perdido sus familias, el significado del amor y del cariño desinteresado o del hogar que apenas recuerdan en el presente donde la joven Maya recorre los suburbios hambrienta, desprotegida y solitaria, entre el bullicio y la multitud, hasta que es recogida y acogida por esas prostitutas que se reconocen y personalizan a partir de las fuertes tonalidades que Suzuki y su director artístico, Takeo Kimura, escogen para sus vestidos. Rojo es el de Sen (Satoko Kasai); amarillo, el de Oruku (Tomiko Ishii); violeta, luce O-Mino (Kayo Matsuo) y un ropaje más oscuro y tradicional cubre a O-Machi (Misako Tominaga), mujer entre adolescentes que se han criado salvajes. Ella fue esposa antes de la guerra y es viuda de posguerra. Tanto su ropa como sus características la distinguen, pero, sobre todo, la diferencia más pronunciada reside en su conocimiento del <<secreto de la carne>>, el amor carnal sin dinero de por medio. Pero no cobrar conlleva castigo, y O-Machi recibe uno brutal. Desnuda y atada por sus compañeras, estas la golpean sin piedad en un momento febril que contagia a Maya, que se une a la agresión fuera de sí, como si en ese instante que toma la vara entre sus manos se castigase a sí misma, consciente del creciente deseo de ser una mujer que conoce el amor. Aunque intenta ser como las demás, adaptarse a su nueva "familia", su pertenencia al grupo es circunstancial, pues Maya es una paria en un entorno donde cualquier sentimiento generoso parece haber desaparecido. Es el inframundo de La puerta de la carne, un espacio violento, colorista, sexual, pasional y sensual que se sitúa en la inmediata posguerra, tiempo de desorientación, de pobreza, de orfandad, de mercado negro, de derrota moral y nacional, de ocupación estadounidense, cuya presencia victoriosa ondea en las barras y estrellas de banderas, en los policías militares que imponen su orden o en los uniformes que se pasean en busca de placer, y lo encuentran en esas muchachas de la calle que luchan por su independencia respecto al entorno y por su supervivencia dentro del mismo espacio caótico y violento que obliga a ello. Sin concesiones y con exageraciones conscientes, Suzuki personaliza su mirada en la de Maya, cuya vestimenta verde-azulada quizá no quiera decir nada, salvo llamar la atención del público, o remita a la mezcla del vacío y de la esperanza que le permita llenarlo. Pero, en su historia, nada apunta tal posibilidad. Prevalece el sexo, los chanchullos callejeros, la derrota, la muerte y la desesperanza. Sin embargo, la cotidianidad grupal se ve alterada con la irrupción de Ibuki (Joe Shishido), el ex-combatiente y ladrón que, herido en una pierna, se oculta entre los escombros donde viven las muchachas. Huye de la policía, huye de su pasado bélico, apunta primitivismo y será el detonante del despertar de Maya. Las chicas lo aceptan mientras se recupera, pero Ibuki se impone e impone su físico, el atractivo que desata la pasión e ilusión de esas muchachas que lo convierten en el objeto de deseo que deparará futuras fricciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario