lunes, 9 de diciembre de 2019

La muchacha del trapecio rojo (1955)


Existe un espacio físico en
La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955) que sustituye la realidad por la fantasía. Se trata de la habitación donde cuelga el columpio rojo del título. Es el jardín de los sueños, el único lugar donde Evelyn (Joan Collins) y Stanford White (Ray Milland) acarician el paraíso y viven el suspiro idílico que comparten e interpretan de distinta manera. Allí, ambos son felices, la realidad queda fuera del interior donde ella siente la protección de la figura madura —con la que quizá pretenda llenar el vacío de la paterna ausente, vacío que su madre (Glenda Farrell) ha intentado ocupar hasta entonces—, y la del príncipe azul, rico, elegante y famoso, con el que ha fantaseado, y que en ese instante es quien la balancea hasta tocar la Luna simbolizada en el techo. Por su parte, mitigado durante ese paréntesis el conflicto que enfrenta su fidelidad marital y el deseo que de nuevo despierta en él, Stanford recupera la juventud e inocencia perdidas. Pero solo es un espejismo que se quiebra fuera de la habitación, en la realidad que marca las distancias y la tragedia. Quizá por ello, la imagen final de Evelyn, balanceándose sobre un columpio similar al idealizado, venga a decir que ahora es consciente de la imposibilidad de que los sueños superen los límites de un momento pasajero o de las representaciones que se realizan sobre las tablas de Broadway, donde inicialmente entra a trabajar como corista, o en el espectáculo de feria desde donde se despide como la protagonista y la víctima de los hechos narrados por Richard Fleischer. La imagen idílica de la habitación es un oasis en el desierto de imposibilidad e inestabilidad emocional por donde transita el drama que propone La muchacha del trapecio rojo, título que, sin dudar, incluyo entre lo mejor de Fleischer (y también de Charles Brackett, como guionista y productor tras su brillante etapa junto a Billy Wilder). Lo encuadro dentro de la parte de su obra cinematográfica que puede interpretarse como un estudio del comportamiento humano, de la violencia y del desequilibrio que habitan o estallan en personajes que emplean la primera condicionados por lo segundo. La mayoría de personajes obedecen a interioridades inestables o al medio que los empuja hacia el estallido que no pueden reprimir o controlar.


En
Los vikingos (The Vikings, 1958) la violencia es inherente a la sociedad, a la época y al espacio, mientras que en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) y en El estrangulador de Rillington Place (10th Rillington Place, 1971) funciona como válvula de escape para personalidades inestables, en constante conflicto consigo mismas, al tiempo destructivas y autodestructivas. En Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972) y en Fuga sin fin (The Last Run, 1971) la violencia, la decepción o la soledad surgen de las relaciones establecidas entre los oficios (en márgenes opuestos de la ley) que George C. Scott ejerce y los medios donde se producen, o en Impulso criminal (Compulsión, 1959), el desequilibrio y la violencia se originan en la superioridad intelectual y moral que los jóvenes interpretados por Bradford Dillman y Dean Stockwell se atribuyen, pero también se encuentran en el espacio que los juzga. En La muchacha del trapecio rojo la inestabilidad emocional habita en Harry Thaw (Farley Granger), y cobra visibilidad en su irracional fobia hacia Stanford White y en los celos que este le provoca. Irracional porque no hay explicación para su odio, salvo que Harry ve en el arquitecto a quien le impide alcanzar el puesto en lo más alto del escalafón social -aquel que considera suyo-, al tiempo que envidia la fama y el éxito obtenidos por White a través de su trabajo, no por nacimiento como sería su caso; en definitiva, envidia a un enemigo imaginario porque, a parte de ser respetado por méritos propios, es cuanto él nunca logrará ser. Todo ello apunta una mezcla de complejo de inferioridad, de envidia y del consentimiento sin límite en el que ha sido malcriado, una mezcla explosiva que Fleischer señala en varios momentos del film. El primero, en la presentación del personaje, cuando este llega al local y descubre que Stanford y su mujer (Frances Fuller) ocupan la mesa que desea, simplemente porque es esa pareja, y no otra, la que allí se sienta. Ante la imposibilidad de conseguirla, se violenta y rompe las gafas del metre que le repite que nada puede hacer para satisfacer su exigencia. Un arrebato similar, aunque contenido por la presencia de un amigo, se produce cuando descubre que en su fiesta faltan dos invitadas, y que estas se encuentran en compañía de su rival, a quien ha imaginado como tal. Todo apunta a un comportamiento perturbado, consecuencia del exceso de la sobreprotección de una madre que le ha consentido todo y más. Pero, como es constante en el cine de Fleischer, el realizador no juzga, expone, y lo hace como parte natural del desequilibrio que convierte a Stanford y a Evelyn en víctimas de la obsesión enfermiza que aqueja a Thaw y lo transforma en un individuo inestable e incapaz de contener sus arrebatos de violencia verbal y física. Si los retratos humanos son importantes para el realizador de Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), lo mismo podría decirse del medio que ocupan: la alta sociedad de principios del siglo XX, de la que apunta su esnobismo, la irrealidad festiva, el desenfreno, el sexo implícito, la ambigüedad moral tanto de la familia Thaw como de Delmas (Luther Adler) -más en el cómo obliga a testificar a la protagonista que en su labor de abogado defensor de Harry-, el sensacionalismo de la prensa a la caza de titulares y la rapiña practicada por el promotor de espectáculos que, a imagen de los periodistas, acosa a Evelyn a la salida del juzgado.

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