miércoles, 11 de diciembre de 2019

Después de la tormenta (2016)


Películas como Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016) no hacen sino confirmar una de las características que más me agradan del cine de Hirokazu Kore-eda,  me confirman su sinceridad a la hora de retratar paisajes humanos, relaciones y sentimientos, cotidianidades en las que sus personajes podrían ser individuos que viven en cualquier casa, incluso en la propia. Son hombres y mujeres con los que uno podría cruzarse en la calle, más allá de su ubicación en el Japón moderno, sin detenerse a pensar que esas vidas, que transitan al tiempo que lo hace la propia, poseen peculiaridades que no dejan de ser genéricamente humanas. Kore-eda sí se detiene, contempla esas vidas y sus emociones, que no fuerza, sino que fluyen pausadas mientras expone esas existencias imperfectas en las relaciones familiares que establece en sus películas, y que adquieren suma importancia a lo largo de su obra cinematográfica, en particular en aquellas producciones cuyo protagonista masculino responde al nombre de Ryota. Son hombres con mayor o menor éxito laboral, pero a los Ryota de Still Walking (Aruitemo aruitemo, 2008), De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013) y Después de la tormenta, les une el vivir entre la distancia y la necesidad de aprender a reducirla. Sienten la sombra paterna, mientras proyectan la suya sobre sus hijos. Son individuos contemporáneos, condicionados por la sospecha o la ignorancia de su fracaso afectivo. En el Ryota (Hiroshi Abe) de Después de la tormenta ese fracaso se acentúa en su imagen derrotista o cuando él mismo reconoce que <<en esta vida no es fácil acabar siendo lo que se sueña>>. Esta frase apunta esa derrota existencial, como también lo hace su caminar por el presente que encara sin apenas dinero con el que subsistir, sin poder pagar a Kyoko (Yoko Maki), su ex-mujer, la pensión del hijo de ambos, y a quien solo ve una vez al mes. La cotidianidad del protagonista se mueve entre la imposibilidad de escribir su siguiente novela y su afición a las apuestas; entre alguna visita esporádica al pequeño apartamento de su madre (Kirin Kiki) -quizá más por interés que por sentimiento, quizá para conseguir el dinero de la pensión que finalmente no se atreve a pedirle- y su trabajo como detective, oficio temporal que justifica como medio que le permite documentarse para su próximo libro, aunque también lo emplea para extorsionar a un adolescente, engañar a un cliente o vigilar a su ex. Pero, en realidad, Ryota se encuentra en un punto muerto entre su pasado, la sombra de su padre y de su matrimonio fallido se alargan durante todo el metraje, y el presente, durante el cual se desarrollan relaciones que distan de ser plenas: la materno-filial, la distante y competitiva que mantiene con su hermana mayor, la laboral con sus compañeros de trabajo o la ya prácticamente rota con Kyoko, a quien vigila, incapaz de pasar página. No puede pasarla porque todavía vive en la tormenta simbólica que lo desorienta en su despertar a la realidad, distinta a la que habría imaginado cuando publicó su primera novela, aquella que trataba de temas familiares, trataba sobre su padre. Es la relación con su hijo (Taiyo Yoshizawa) la que lo salva, o parece ofrecerle una esperanza, pues es la que le permite comprender <<que lo importante es seguir intentando conseguir ser quien quieres ser>>. Esta frase que dice a su hijo, implica algo más que perseguir un sueño, implica una evolución continua, una maduración de sí mismo, algo que, hasta ese instante en el interior del tobogán, Ryota semejaba haber olvidado.

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