martes, 3 de diciembre de 2019

El clavo (1944)


La dificultad de adaptar a la pantalla textos de los autores de la generación del 98, salvo excepciones, fue una realidad del cine español de la década de 1940. En ese momento de posguerra, la presencia de la censura, unido a los temas tratados por los escritores "noveintayochistas", redujo las posibles fuentes literarias adaptables a la pantalla española a escritores cuyas obras no supusieran un conflicto directo con la junta censora. Por aquel entonces, no era tiempo de guerrear en batallas perdidas de antemano con un sistema de mano y cabeza duras, era tiempo de construir o reconstruir con escasos recursos un cine que nunca llegó a asentarse sobre cimientos sólidos. En apariencia, autores como Fernández Flórez o Alarcón no presentaban la problemática que sí podría surgir en los Galdós, Clarín y compañía, cuyo realismo, crítica y cierto tono pesimista podrían resultar molestos. De influencias y gustos literarios, Rafael Gil, adaptaría en la década de 1970 obras de Galdós, Unamuno y Azorín, pero durante la posguerra fueron las historias de Fernández Flórez o Alarcón las que dieron origen a, entre otras, Huella de luz (1942) y El clavo (1944), dos películas que el realizador quería hacer y, como él mismo atestiguó, <<en cuanto pude, las hice>>1. Ambas fueron éxitos y ambas forman parte de la historia del cine español, pero, mientras la primera apuesta por la comedia que, entre amarga y escapista, presenta influencias de Frank Capra e incluso de Lubitsch, la segunda se adentra por una senda más oscura, fría y desesperanzada. Son dos caras de Gil, al menos a simple vista, y esto puede conllevar el equívoco de que esos rostros corresponden al director de comedias y al realizador de dramas. Sin embargo, de diferenciar entre dos supuestos Rafael Gil, lo haría entre aquel que realizó películas de su interés y aquellas que dirigió por encargo o por necesidad de un éxito comercial. Claro está, de ser cierto lo escrito, mis preferencias se decantarían por el primero, aquel que despuntó en el género de la risa, posiblemente el más complejo de los géneros y el menos valorado por quienes son incapaces de asumir la dificultad que implica hacer reír sin caer en lo burdo, para evolucionar hacia el drama que prevalece en El clavo, Don Quijote de La Mancha (1947) o La calle sin sol (1948). En este Gil, y no en el que filmó La señora de Fátima (1951), La casa de la Troya (1959) o La reina del Chantecler (1962), se descubre a un cineasta digno, de talento, cuyo buen hacer va a la par de la intención de filmar películas que, como El clavo (1944), se alejen de la medianía del cine español de los primeros años del franquismo. Aunque se trate de un melodrama, con pinceladas de intriga, el realizador madrileño no renuncia a momentos cómicos que desahoguen la negrura que acompaña a sus protagonistas, negrura porque para ellos no hay brillo, salvo en el momento que se aman y la cámara se funde en negro. El clavo fue un primer paso en una dirección que lo alejaba de la comedia, un paso que lo adentraba en las sombras de la intriga y de la seriedad, aunque con ligeras dosis de humor. Menos acartonada y más cinematográfica de lo que pueda parecer, la película desarrolla el amor imposible entre Blanca (Amparo Rivelles) y Javier (Rafael Durán) en dos partes, en un intermedio donde se introduce el crimen y en diferentes tonos, según corresponda al momento del film. La primera parte expone el encuentro y el romance de la pareja protagonista y, aunque misteriosa en el rostro de Blanca, prevalece el romanticismo y las notas de comicidad ya aludidas; mientras que en la segunda parte, ubicada cinco años después, las sombras son la realidad que agudizan las propias que anidan en el interior de Javier, en cuyo nuevo destino pretende seguir olvidando a la mujer que desapareció de su vida sin un adiós y sin un por qué. Su necesidad de olvidar aumenta su celo laboral, y la casualidad hace el resto. En su primer día como nuevo juez de la localidad visita el cementerio y allí descubre un cráneo y el clavo que lo atraviesa. En su mente, cobra protagonismo la idea de que se encuentra ante un homicidio no resuelto; de modo que inicia sus pesquisas ignorando que su empeño y el destino se aliarán para jugar en su contra. Gil recurre al sino y al misterio desde el inicio de su película. El primero une y desune a los enamorados, y el segundo siempre envuelve la figura de Blanca, el clavo que en el presente continúa provocando el dolor del que Javier pretende huir con su trabajo, resolviendo la intriga que confirmará la imposibilidad de ambos.


1.Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1973

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