Por una calle madrileña, apenas transitada, pasea una sombra sin nombre, sin rostro, con cuerpo que se confunde entre la espesa niebla que domina la primera hora de esta mañana de otoño de 1862. Sus pasos, silenciosos, tímidos, como ajenos a su voluntad, le conducen hacia la facultad de Derecho de la Universidad Central donde, a pocos metros de la puerta de entrada, se detiene cuando observa a un grupo de futuros licenciados y otros que no lograrán titularse. Unos y otros, forman corro delante del edificio en cuyo interior pasan varias horas cada día lectivo que suman años de su juventud. Hablan de su porvenir, aunque sin detenerse en que el “por llegar”, en cuanto se presente en cualquiera de sus posibles, dejará su lugar al presente y al pasado. No les preocupa, puesto que el horizonte queda lejano, delante de su mirada, en la distancia... Algunos fuman. Hay quien habla de sus profesores mientras un par opina sobre política y aquel comenta la legislación. Se explican para que su opinión prevalezca; otros, la imponen o lo pretenden. Los menos se desinteresan y se despiden. Se desperdigan y caminan en diferentes direcciones, en pareja, en trío y en la soledad que acompaña a uno de los estudiantes, el que acaba de dar una limosna a la anciana que mendiga en las inmediaciones del edificio. Se aleja solitario, sin mirar atrás porque todavía no intuye lo mucho que que descubrirá cuando vuelva la vista al pasado nacional reciente, el que prácticamente abarca desde el momento en el que a Napoleón le da por conquistar e imponerse hasta ese instante mismo en el que parece rondar la veintena. Tal vez tenga unos diecinueve años de edad. Un compañero le llama Benito, pero el mozo no le escucha; ya camina lejos, perdiéndose en la distancia. Levanta las solapas de su abrigo y continúa su andar cabizbajo. Parece hastiado y poco convencido, aunque su expresión facial y la corporal, que esboza hombros caídos y manos en los bolsillos del abrigo, no pueden percibirse con la nitidez que confirme el estado emocional sospechado por la sombra. Su duda, unida a la curiosidad que le genera el muchacho, decide al espectro a seguir a Benito y no a quien lo reclama pero le deja ir. Así, sin llamar su atención, le sale al paso y le susurra palabras apenas audibles para quien narra en un intento de tramposa omnisciencia, tramposa porque cualquier narrador omnisciente juega siempre con la ventaja que le proporciona el conocimiento: fuente de sabiduría, sí; también de información, de preguntas existenciales y de no pocos pesares; y, según el uso que se le dé, el mejor medio para manipular a quien lo ignora.
—Disculpa que te aborde de este modo —quiere tranquilizarlo al observar su sorpresa—. También yo estoy algo desorientado. Fruto de la realidad y de la fantasía, ignoro cómo he llegado hasta ti. Pero aquí me tienes, aunque antes estaba allí, oculto en la oscuridad desde donde os observaba —señala hacia un rincón sombrío a unos trescientos metros del lugar—. No te asustes. No quiero hacerte daño. No temas. La curiosidad me obliga. Por cierto, ¿por qué motivo te saltas la clase?
Molesto por la impertinencia de la aparición, el joven guarda silencio, aunque no la teme. Por un instante, duda si el espectro que ha salido de la nada es fruto de su fantasía, de la vigilancia del sistema educativo que, en su infantilismo, en su burocratización y en su febril proteccionismo, irá a menos o de una realidad que se le escapa.
—No estoy convencido —contesta, finalmente, cuando concluye que la imagen difuminada solo es fruto de su aburrimiento.
—Sé que no es asunto mío, pero ¿qué no te convence…
—Eso —su mirada señala hacia la facultad—. No siento vocación por el Derecho. —La sombra guarda silencio, a la espera de que el joven se explique—. Lo que verdaderamente deseo es disfrutar, tal vez escribir y plasmar en el papel la realidad, la que observo a mi alrededor, pero siendo objetivo,… lo más que pueda, aunque consciente de que cualquier observador y creador es subjetivo. Pero creo que me gustaría comprender esta época “loca” que nos ha tocado vivir.
—Eso no es más que un sueño, y además uno difícil de alcanzar.
—No, no es un sueño. Es una meta; difícil, sí, no lo niego, pero es posible —afirma Benito—. Todavía ignoro cómo; y por ahora básteme mis noches en los teatros y mis lecturas en el Ateneo, donde me entretienen las charlas que escucho y en las que participo. Pero mira lo que te digo: novelaré la historia española de este siglo; y lo haré en cinco series de diez novelas cada una, aunque la última quedará inconclusa, porque solo escribiré seis, ya que será un proyecto colosal que nunca podré concluir… La titularé Episodios Nacionales...
—Suena bien, pero ¿y si te resulta imposible incluso materializar lo que esperas hacer? —pregunta la sombra sin rostro.
—Lo haré. Ya veré cómo. Y no solo eso… Escribiré más, mucho más. Tengo en mente una novela que titularé Doña Perfecta, y daré forma a otros personajes e historias vivas, historias de personas como tú... Bueno, como yo, como mis compañeros o como esa pobre mujer digna de misericordia.
Tras estas palabras, la silueta se despide y se difumina delante de Benito, sin que este encuentre una explicación verosímil para lo que acaba de presenciar y de expresar. Da media vuelta, pero no camina hacia la Facultad, sino que tuerce por una callejuela pensando en sus palabras, en su decisión, en sus dudas, en una convicción que hasta entonces desconocía poseer, en lo poco que le gustan las clases...
A su ritmo, el devenir transcurre sin pausa. Ya corre el año 1912 y en el parque del Oeste se escuchan las risas de los niños y niñas que allí acuden a jugar. El anciano, conocido por aquellos pequeños como don Benito y por la literatura como Pérez Galdós, pasea en compañía de su sobrino Hurtado de Mendoza. Se sienta en su banco favorito poco antes de que una mujer y su hija se acerquen a saludarle. “Buenas tardes, don Benito”, le saluda la niña de ojos hermosos y melancólicos andado el tiempo. El escritor acaricia el rostro de la pequeña y un día más, pregunta quién es. Su sobrino responde que la hija del teniente coronel. Dicho esto, el muchacho se entretiene en una conversación con la madre, la niña María Teresa se siente sola, tal vez esa sensación la iguale al escritor a quien descubre profesionalmente leyendo Trafalgar. Ni él, ni su sobrino, ni ellas son conscientes de que la sombra del ayer observa desde la distancia que la protege del ahora. Ve su oportunidad y aprovecha la ocasión para precipitar su reencuentro con aquel conocido del pasado, que ya sin sorpresa, como si de una vieja amiga se tratase, la saluda y le hace una confidencia:
—Me estoy quedando ciego. Sé que no podré escribir más, y esto me entristece. Mi perdida de visión me aparta de mi deseo de describir nuevos personajes y nuevas situaciones. ¿Y que es la vida sin deseo, sin ilusión que te empuje hacia su materialización? Aun así, no puedo quejarme. Me siento satisfecho, pues he logrado mis objetivos y el tiempo ha acallado aquellas críticas destructivas de algunos de mis paisanos que, aunque aguanté, me hicieron daño… He olvidado a quienes vetaron por segunda vez mi candidatura al Nobel.
—Has realizado un gran trabajo, te felicito. Y serás recordado por futuras generaciones que admirarán y disfrutarán leyendo tu obra —susurra el espectro, consciente de que la melancolía, y quizá la nostalgia, se ha apoderado de Benito.
—Puede que estés en lo cierto, y alguien continúe leyendo mi obra después de mi muerte, e incluso es posible que haya interesados que la estudien y la dividan en partes para explicarla a su gusto. Pero eso no me corresponde decidirlo, ni me parece importante. No escribí para que los estudiosos hablen de las etapas de mi pensamiento creativo, sino porque fui testigo de un momento en el que sentí la febril necesidad de escribir. Así bien, supongo que algunos dirán que mi primera época estuvo marcada por una serie de comentarios moralistas, realizados por mi narrador, y que mis personajes no son más que la representación corpórea de mis propios pensamientos. ¿Qué quieres que te diga, si no estaré para explicarme? Encontrarán un segundo periodo en el que encasillarán obras como Fortunata y Jacinta o Miau, y asegurarán que en ellas muestro la realidad de mi época, tomando personajes complejos dentro de ámbitos burgueses. Tras esta etapa de crónica del Madrid que conozco, que pretende ser una imagen de esta o de cualquier otra ciudad, muestro parte de los valores que rigen mi pensamiento: el amor y la caridad. Gracias a ello, conseguí una de mis mejores obras: Misericordia, donde doña Benigna, la protagonista, no encuentra recompensa a su generosidad ni a su humanidad. Y que decir de Nazarín, obra donde plasmo una disconformidad, no con la iglesia, sino con aquellos de su miembros que malinterpretan su función. Pero, todo esto será simplemente un modo de explicar algo tan sencillo como la evolución, indivisible, de mi manera de ver y comprender el mundo.
Sin saber qué pensar, al comprobar como los vaticinios de aquel muchacho que no sentía vocación por el Derecho se habían hecho realidad, la sombra no pudo más que rendirse ante el anciano, de los más grandes e ilustres narradores en lengua castellana de todos los tiempos. Y cuya obra permite a generaciones posteriores un acercamiento a una época ya pasada, a través de personajes tan reales como este don Benito de quien el espectro se despide para reencontrarse con él en las páginas de sus novelas, algunas de las cuales han sido adaptadas a la pequeña y a la gran pantalla, siendo Luis Buñuel el más fiel e infiel adaptador cinematográfico del escritor canario.
Adaptaciones cinematográficas de la obra de Galdós
Beauty in Chains (Elsie Jane Wilson, 1918) (basada en Doña Perfecta)
El abuelo (José Buchs, 1925)
La loca de la casa (Luis R.Alonso, 1926)
Marianela (Benito Perojo, 1940)
Adulterio (José Díaz Morales, 1945) (basada en El abuelo)
La loca de la casa (Juan Bustillo Oro, 1950)
Doña Perfecta (Alejandro Galindo, 1951)
Misericordia (Zacarías Gómez Urquiza, 1953)
Tormenta de Dios (Román Viñoly Barreto, 1954)
Marianela (Julio Porter, 1955)
La mujer ajena (Juan Bustillo Oro, 1955) (basada en Realidad)
Nazarín (Luis Buñuel, 1959)
Viridiana (Luis Buñuel, 1961) (basada en Halma)
Tristana (Luis Buñuel, 1970)
Fortunata y Jacinta (Angelino Fons, 1970)
La duda (Rafael Gil, 1972) (basada en El abuelo)
Marianela (Angelino Fons, 1972)
Tormento (Pedro Olea, 1974)
Doña Perfecta (César Fernández Ardavían, 1977)
Fortunata y Jacinta (1980) (Mario Camus, serie de televisión)
Solicito marido para engañar (Ismael Rodríguez, 1988) (basado en Lo prohibido)
Retrato de Benito Pérez Galdós (Óleo sobre lienzo, 73 com x 98 cm; Joaquín Sorolla, 1894)
Galdós es un escritor magnifico de Islas Canarias la literatura tiene a nombres inolvidables este señor es uno de esos nombres que claro Toño hay que reavivar para que su luz sea vista por todos.
ResponderEliminarCoincido, Marcelo. Pérez Galdós es un escritor magnífico, uno de los escritores que marcó una etapa en mi aprendizaje literario; si es que puede llamársele así al gusto siempre creciente por la lectura y la escritura; también avivó el deseo de continuar aprendiendo a leer, a escribir, a descubrir. Creo que fue “Misericordia” la primera novela suya que leí. Después llegaron muchas otras. Pero, aparte del aspecto personal que me proporciona su lectura, no me cabe duda (y en esto no descubro nada) de que Pérez Galdós es parte indiscutible de la mejor literatura castellana. Fuente de inspiración para posteriores autores que vieron en su intención de humanizar historias y personajes, en su ambición literaria y en su capacidad creativa-narrativa, un ejemplo. Sus “Episodios nacionales” son una lección de novelar la historia de España del siglo XIX, parte del cuál fue testigo de excepción, y hacerla a la vez más cercana y comprensible para el lector sin minusvalorar su inteligencia ni bajar el nivel de calidad de sus obras; algo que sí parece suceder en gran parte de la “literatura” actual. Saludos
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