Cualquier mente despierta no precisa un máster en sociología ni ver sus emisiones diarias o semanales para saber que, como cualquier otro medio de comunicación y de expresión, la televisión también lo es de manipulación. Además, quien pretenda hacer un juicio más o menos acertado sobre el medio televisivo, debe tener en cuenta que, desde sus orígenes, funciona como negocio y espectáculo, destinado a las masas, con frecuencia dantesco, esperpéntico, sensacionalista y bochornoso —como bien expuso Federico Fellini en Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985). Quiz Show (1994) lo apunta desde su inicio, cuando muestra el plató del popular concurso de preguntas y respuestas Twenty One donde Robert Redford, productor y director del film, pone en marcha uno de sus mejores trabajos tras las cámaras. Partiendo del guion de Paul Attanasio —su primer libreto para el cine—, que adapta el libro Remembering America: A Voice from the Sixties, de Richard Goodwin, el mediático actor, director y productor, que había debutado en la dirección con la premiada Gente Corriente (Ordinary People, 1980), logra en Quiz Show una elegante recreación cinematográfica que apunta la falsedad, el fraude y la ausencia de ética en la cadena televisiva y en el patrocinador del programa (Martín Scorsese) —mientras invierta millones en publicidad, él es el verdadero mandamás del concurso, de la cadena y de su audiencia—, que indica al jefe de la emisora que quiere fuera del concurso a Herbie Stempel (John Turturro). Este concursante, que lleva varias semanas ganando y viviendo el sueño de ser alguien famoso, ya no le sirve. Necesita otra imagen, cuya apariencia resulte más atractiva y dispare las ventas de su producto. Redford no tarda en mostrarla. Se trata de Charles Van Doren (Ralph Fiennes), miembro de una reputada familia de escritores y profesores universitarios, símbolo de la alta cultura estadounidense. Pero Charles también es un impostor, aunque presente una serie de principios y valores que acabarán por reaparecer.
Charles va de farol con todo un país y en la partida de póker que le enfrenta a Dick Goodwin (Rob Morrow), el abogado del comité que investiga el posible amaño en el programa que ha convertido al supuesto erudito, hijo y sobrino de dos ganadores del premio Pulitzer, en ídolo nacional. El concurso que Redford radiografía en Quiz Show no es un espacio que busque beneficiar a la sociedad, como sí pretende el programa de Buenas noches y buena suerte (Good Night, and Good Luck, George Clooney, 2005), puesto que Twenty One tiene una finalidad empresarial que todos los implicados en la farsa aceptan, porque cada uno espera obtener su beneficio personal. Tampoco se puede señalar a la televisión como la responsable de la incapacidad crítica de la que se aprovecha para vender sus productos y sus ideas, puesto que dicha incapacidad encuentra su origen en el conformismo, la alienación y el consumismo que idealizan y adoran la imagen de Charles; la que asoma en la pantalla guapa, culta, con clase. La televisión, sus programas, sus patrocinadores, ni entienden ni buscan mejoras sociales, pues, sea su origen privado o estatal, la finalidad del medio persigue, según quien, llenar los bolsillos de los inversores, controlar hábitos y guiar pensamientos de los espectadores, afianzar el poder y adornar la imagen de sus dueños. Lo que me lleva a pensar que llamarle metafóricamente caja tonta no es forma ingeniosa de referirse a ella, es una manera simplista que anima a eludir las responsabilidades propias, como la de educar nuestra mirada crítica, puesto que la tontería televisiva es fruto de la oferta, cierto, pero también de nuestra demanda de programas basura. De no aceptar, o no acatar sus propuestas, el espectador apagaría el aparato y las cadenas rápidamente sustituirían sus programas quizá por otros de igual memez o puede que por otros mejores o peores. Lo único seguro es que apagar el televisor no hace daño ni tiene porqué resultar aburrido el momento posterior, pues ¿quién no se divertiría echando una cabezada, conversando con un par de amigos, leyendo un libro, yendo al cine o dando un paseo? Estirar las piernas y airear la mente son ejercicios sanos, más saludables que permanecer babeando sensacionalismo o vibrando con un concurso que sabe que precisa la complicidad del televidente para sobrevivir en antena. Pero si actualmente a nadie escandaliza la posibilidad del amaño y de la falsedad de programas, concursos, espectáculos, informativos, etcétera, en la época en la que se ambienta Quiz Show, el público del plató y los televidentes presentaban una ingenuidad televisiva hoy inexistente, aunque, quizá, debido a esa ausencia el espectador de ahora sea cómplice consciente de lo que se emite o acaso, de modo simbólico, ¿no aplaude cuando se le exige el aplauso o no ríe cuando se lo indican?
No hay comentarios:
Publicar un comentario